De mi infancia pocos recuerdos
tengo, y casi todos malos, sino fuera por el que guardo de mi madre, una
podenca campanera y blanca a la que un perro, que decían andaba cruzado de
mastín , montó un día de los que a mi madre la
Naturaleza le dio fértil.
Cinco hermanos de los ocho que veníamos nacimos vivos, quizá fue por eso que salimos adelante, porque no había disputas a la hora de enganchar una teta pues siempre estaba alguna de más llena de la leche que nos hizo crecer hasta que comenzamos a hacerlo con la comida que nos daba nuestro dueño, un rehalero con la mano demasiado larga para agarrar el palo y muy corta para pasarla, cálida, por nuestro lomo.
Cinco hermanos de los ocho que veníamos nacimos vivos, quizá fue por eso que salimos adelante, porque no había disputas a la hora de enganchar una teta pues siempre estaba alguna de más llena de la leche que nos hizo crecer hasta que comenzamos a hacerlo con la comida que nos daba nuestro dueño, un rehalero con la mano demasiado larga para agarrar el palo y muy corta para pasarla, cálida, por nuestro lomo.
Cuando teníamos unos seis o siete
meses – no recuerdo bien- aquel hombre nos sacó solos al patio que lindaba con
la nave donde vivíamos divididos en grupos por unas jaulas grandes y altas.
Cada vez que lo hacía, nuestra vista tardaba en acostumbrarse a tanta luz
porque a las jaulas no llegaba otra que no fuera la de dos ventanucos que a
duras penas se abrían paso en la pared. Sin embargo, aquel día había algo
nuevo, y era un olor animal que a todos nos llenó de una quemazón de
impaciencia que hasta entonces no habíamos sentido y que no llegábamos a
entender muy bien Andábamos inquietos, como esperando que sucediera algo. Y
sucedió. De un cajón grande salió un jabalí, ni grande ni pequeño, que nada más
vernos erizó las cerdas del lomo y abrió la boca, no sé si de miedo o de
fiereza, porque todos salimos a por él con una ilusión de sangre en los dientes
y una hambruna de muerte que nos nacía más allá del estómago, donde habitan los
instintos que no admiten doma. Y nos hicimos dientes y carrera; todos, menos
una hermana mía que se acobardó un tanto al primer bufido y reculó para
seguirnos sólo de lejos, quizá temerosa de recibir en carne propia los
colmillos que allí florecieron en una primavera repentina y convulsa de
dientes. Tardamos un poco en sujetarlo y cuando ya teníamos la mordida bien
firme, el rehalero nos separó como pudo del animal, que buscó refugio en la
cochiquera de la que había salido. Después, el amo nos acarició a todos con una
ilusión que para nosotros era tan nueva como lo fueron los gritos de aliento
con los que, momentos antes, nos enardecía las carreras y los mordiscos. Pero
digo mal, porque no fuimos todos los premiados de caricias, a mi hermana, la
que se acobardó, no se le acercó ni para bien ni para mal, como si desde aquel
momento hubiera dejado de existir. De hecho, a los pocos días desapareció de
la perrera y nunca más volvimos a saber
de ella.
Aquel día, cuando volvimos a las
jaulas teníamos la sensación de haber pasado un umbral, de habernos hecho
grandes a golpe de sangre; algo muy parecido a lo que sentí, algún tiempo más
tarde, después de montar por vez primera a una perra. Luego, la rutina de jaula
y cadena volvió durante muchos días, días de un calor de infierno que duraron
justo hasta que comenzaron las lluvias y el aire vino cargado de un olor a
hojas muertas, a la podredumbre necesaria y vivificante del otoño. Fue un
tiempo en el que el malquerer hacía el amo fue creciendo dentro de mí haciendo
cada vez más pequeña la sumisión que naturalmente le tenía. Y todo por aquella
forma suya que tenía de hacerse entender sólo a golpes y a gritos, con lo fácil
que hubiera sido utilizar también la voz y las manos para acariciar.
Un día que me retrasé un poco en
volver del patio a las perreras, se cebó conmigo a golpes, como si mis
costillas fueran las destinatarias últimas de sus frustraciones. Del dolor y
del odio se me amagaron los belfos porque los dientes estaban pidiendo a gritos
libertad para morder aquella mano que me golpeaba. Fue peor. Redobló su fuerza
y la mala sangre hasta abrirme las carnes. Durante muchos días pensé que hubiera
sido mejor tirar de dientes y acabar todo de una vez, porque el dolor y la
humillación fueron insoportables; ahora me alegro de que pudiera en mí la
sangre de perro domado: con el rabo entre las piernas busqué refugio en lo más
recóndito de mi jaula para llorar como lo hacemos los perros, en silencio y sin
lágrimas, en un llanto sordo con el que amortiguamos nuestra pena de no ser
lobos.
Las heridas tardaron en sanar
hasta pocos días antes de que una noche, a destiempo, nuestro dueño viniera a
subirnos a un furgón. Los perros viejos sabían de qué se trataba y andaban
revueltos y como rejuvenecidos, y se subieron al coche como si aquella jaula
con ruedas les llevara directos al paraíso. Y nosotros, los más jóvenes, con
ellos, que aunque no sabíamos de qué iba todo aquello teníamos el
presentimiento de que algo importante iba a ocurrir. El furgón se puso en
marcha y durante un tiempo que se nos hizo eterno – por la impaciencia y los
vómitos- fuimos de viaje hacia un destino que parecía que nunca iba a llegar.
Al fin se detuvo. El furgón se
llenó de olores nuevos a hombres inquietos y a perros nuevos, que ladraban en
otros camiones con la misma ansiedad que se espesaba entre nosotros mezclada
con el olor acre de los orines. De nuevo en marcha, esta vez durante mucho
menos tiempo, hasta que se paró otra vez el motor y el amo nos abrió la jaula,
y fue como abrir una compuerta porque todos nos atropellamos por salir a la
libertad que prometían los chaparros y los jarales cercanos. Siguiendo el toque
del cuerno con el que el amo nos convocaba, nos adentramos en la espesura. Vi a
lo perros viejos buscando no sabía el qué, multiplicándose dentro del monte,
trazando órbitas con el amo en el centro; y yo con ellos, soltando el corazón y
las patas a esa libertad que me llenaba los pulmones de aire limpio. De pronto,
escuché el ladrido de un podenco, y vi cómo los perros viejos galoparon a la
llamada. También fui yo, sin saber a qué iba, y pronto se nos metió por las
narices el olor nítido del miedo: un jabalí andaba de escabullida, buscando el
perdedero que le ofrecía una quebrada espesa de leña. Con la nariz unas veces
en el suelo y otras en el aire, fuimos tratando de recomponer su itinerario,
que a veces era claro, cuando el aire cambiaba el sesgo y venía de frente; y
otras, difuso y exangüe, como un hilo de araña, cuando el viento nos venía de
la parte de las costillas.
Fue al llegar a
una espesura del monte, cuando el rastro cobró viveza, casi consistencia; nos
daba la impresión que se podía masticar de intenso que era. Allí dentro estaba
el jabalí, seguramente temeroso de cruzar el camino que le servía de
alternativa y en el que claramente se adivinaba un olor a ansiedad humana, a
gatillo en ciernes y a pólvora inquieta. La bestia se había hecho fuerte
dejándose a la espalda, y para cubrirla, dos troncos grandes de encina, de
manera que sólo de frente y de costado le pudiera venir el chaparrón de
dientes. De la mano de la inconsciencia y jaleados por una tormenta de
ladridos, entramos al duelo de colmillos. De pronto, todo fue olor a sangre
fluyendo y a carne abierta, aullidos de furia y berridos de dolor quebraron el silencio de las jaras y
una lluvia de perros que venían al rebato brutal e ineludible de la campana de
la muerte, cayó sobre el animal para lapidarlo a dentelladas. Escuché al amo
que también venía corriendo al encuentro; por entre gruñidos, babas y sangre vi
un fulgor plateado que salía de su costado y que se prolongaba en su mano para
hundirse silenciosamente en el costado del animal. Tras dos últimos enviones,
el jabalí se estremeció convulso antes de derrumbarse, la muerte le había
llegado vestida con un manto negro de acero y de dientes. La bestia se dejó
hacer ya inerte. Algunos perros siguieron las tarascadas, ignorantes del
tránsito que se acababa de producir, pero la mayoría soltamos el bocado. No se
muerde a un muerto.
El silencio se
fue haciendo hueco a codazos bajo aquel chaparro. Sólo entonces comencé a
sentir un dolor que se iba haciendo cada vez más intenso e insoportable. En mi
vientre había un canal abierto a navaja, manadero de sangre por el que se me
escapaba también a mí la vida. El amo me cogió en brazos y salió corriendo; fue
entonces cuando los sonidos comenzaron a hacerse lejanos y una niebla negra se
metió en mi mirada hasta apagarla.
Cuando
desperté, de nuevo estaba en mi jaula, con el vientre hilado con un cordel que
cerraba los dos labios de la herida forzándolos a unirse. Apenas podía moverme.
La puerta de la nave se abrió y el olor del amo entró inconfundible. Se acercó
a mí y pasó sus manos por mis quijadas, trazando suavemente con los dedos
senderos de cariño entre mi pelo; y me habló cálido y compañero, quizá sabedor
de que una palabra amiga cicatriza más que el sol. Yo me dejé querer, por vez
primera me dejé querer por la mano que de odio una vez quise arrancar, y que
ahora lamía, una y otra vez, porque es la manera que tenemos los perros de
jurar amistad eterna.
Me ha encantado el relato, pero si algún día me reencarno en otra vida, que no sea en la del huidizo jabalí o en esos pobres perros de rehala.
ResponderEliminarY si tienes que elegir entre los dos, no lo dudes y quédate con la vida del jabalí, que sólo tiene un final malo; mientras que la vida de la mayoría de los perros de rehala no es, créeme, en absoluto envidiable. Gracias por tu comentario.
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