En la fantástica novela “La vida exagerada de Martín
Romaña”, de Alfredo Bryce Echenique, el protagonista es un tipo al que le puede
la necesidad de pasar desapercibido; de hacer del segundo plano, su único
plano; y al que todo se le va en un empeño de discreción. Quizá su modestia
raya en la paranoia, en la obsesión patológica, pero aquí me vale de ejemplo
para hablar de la virtud que es intentar pasar desapercibido a la hora de cazar.
Es la sensatez el pan con el que
desayunan los justos y debiera servir de guía en nuestra forma de hacer y,
sobre todo, de no hacer en el campo, para que, como a Martín Romaña, cuando
vamos a cerros y a llanos nos entre la urgencia de que no se note nuestra
presencia y nos afanemos en que nada revele – ni siquiera a los pájaros- que
una vez allí le buscamos la vuelta a las perdices o a los jabalíes.
Que levante el dedo quien no
conozca a algún cazador de los que siembra viñas y labrados con las cajas
vacías de los cartuchos, con el papel plata que protegía el almuerzo, con el
dorado cortante de las latas de sardinas, con las inútiles mondas amarillas de
una manzana… Para qué seguir con el breviario de un estercolero. Hay vegas y
montes por los que pasear se convierte en una visita guiada a los escombros de
nuestra civilización. Subir cerros, andar riberas, pisar charcos, debiera ser
siempre algo limpio; sin embargo, hay ocasiones, en que los cazadores basura se
encargan, con sus estiércoles, de que esa eterna adolescencia que debiera tener
siempre el campo, tenga aroma de prostíbulo.
Hace pocos años, la Administración
nos ha impuesto la obligación de recoger las vainas vacías de los cartuchos.
Bueno, pues todavía hay quien no ve que detrás de esta norma coercitiva existe
también una metáfora, y que la regla igual se refiere a todo lo que abandonamos
en el campo y que a éste le sobra. Qué costará, me pregunto, echar al morral la
botella vacía de plástico, el papel del bocata o la colilla del cigarro.
Punto y aparte para los que
usamos semiautomáticas. Confieso que me he dejado atrás más de una vaina, es
muy complicado encontrar todas. Para compensar esta falta lo que sí hago es recoger
aquellos otros cartuchos vacíos que me encuentro tirados en el monte. Algo es
algo.
Se trata en definitiva de una
cuestión de actitud. Es tan poco el esfuerzo y tan grata la recompensa, que uno
no entiende cómo hay gente con tan poco apego a ese trago limpio que es la
Naturaleza. Cuidar su agua clara, paladear su puro sabor a nada, debiera ser
sólo una cuestión de educación, pero en esta sociedad llena de precios sólo
cuidamos lo que nos cuesta dinero. Así nos va.
Mucho me temo que ese pasar
desapercibido por los rastrojos es un Norte todavía lejano para muchos, aunque
es muy cierto que algo vamos mejorando la nota. Si queremos sacar pecho ante la
sociedad arrogándonos la condición de conservacionistas, de valedores del pulso
vivo de los montes; si buscamos salir del armario y recibir a puerta gayola al
toro social, más nos vale que comencemos mirando nuestras manos, no vayamos a
tenderlas a la sociedad con las uñas llenas de mugre.
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