martes, 13 de enero de 2015

Los niños, la muerte, la caza.




 La gorrilla bien calada, las rodillas siempre con algún escarbo de las caídas con la bicicleta y el tirachinas colgando del cuello como una medalla al mérito de la infancia. En verano, cuando niños – hablo de los niños de antes, que lo que aquí voy a decir malamente aplica a los niños de hoy-  empanzábamos los bolsillos del pantalón con una carga de piedras escogidas en el río y andábamos siempre trenzando alguna mala idea que nos permitiera tener a tiro un gorrión o una rata de agua.
Ballestas, armadijos y piedras eran suficientes para traficar con la muerte a pequeña escala, una muerte que veíamos más como un final del juego que como un quebranto de vida.



 No nos planteamos nunca colocarnos del otro lado del tirachinas, por eso, jugábamos con la guadaña como si fuera un balón de fútbol, sin ningún temor a cortarnos nuestros dedos aprendices. La muerte tenía el filo demasiado separado para quienes andábamos estrenando vida; esa lejanía, esa ausencia de contenido que la infancia da a la muerte, eliminaba cualquier problema moral a la hora de meter el uñate detrás de la cabeza de una trucha recién sacada del agua o de desnucar la agonía de un gorrión contra una piedra.



La indiferencia emocional de los más pequeños hacia la muerte obedece a los dictados más cavernarios de nuestros genes de cazador, a un mandato atávico enlazado en nuestras raíces más animales. Quién no ha visto la expectación que despierta en los pequeños aprendices de cazador la junta de carnes tras una montería, o la sonrisa con que levantan su primera liebre aún latente de vida en su chillería y su desesperado batimán. Esta crueldad de los pequeños es perfectamente compatible con las llantinas más descarnadas y sinceras ante la huída del canario de su jaula o la desaparición de una tortuga en el jardín. Su capacidad de besar y morder con la misma boca les da un fascinante punto de imprevisión.



Sólo el fluir de los años consigue templar tanta frialdad hacia la muerte. Esa racionalización suele ocurrir cuando la parca pasa sus dedos de espanto cerca de nosotros, cuando comprendemos que también somos sujetos pasivos de su fatalidad, cuando empezamos a darle contenido.  Sin embargo, no conozco todavía ningún cazador (digo cazador de teta, no un advenedizo de la caza) que haya dejado de ir al monte porque en su balanza particular haya pesado más la pesadumbre por la muerte del animal que la voracidad ancestral de matar que late en las entrañas de la caza. Cuántas veces he oído lo maravilloso que sería si, como ocurre en la pesca, pudiera existir la “caza sin muerte”; si la perdiz, después del pelotazo y la foto, pudiera pimpollear nuevos espolones en la siguiente primavera. No hay que engañarse: la caza y la muerte del animal cazado son leña del mismo árbol. La muerte es el fruto inevitable donde la sangre se hace divisa, escarapela fluyente y roja que nos lleva cada domingo a ceñirnos la canana. Quien no acepte este axioma, será mejor que se dedique al parchís, a las damas, o a la reproducción a escala de barcos de época. Así de simple.


No hay comentarios:

Publicar un comentario