La gorrilla bien calada, las rodillas siempre con algún
escarbo de las caídas con la bicicleta y el tirachinas colgando del cuello como
una medalla al mérito de la infancia. En verano, cuando niños – hablo de los
niños de antes, que lo que aquí voy a decir malamente aplica a los niños de
hoy- empanzábamos los bolsillos del
pantalón con una carga de piedras escogidas en el río y andábamos siempre
trenzando alguna mala idea que nos permitiera tener a tiro un gorrión o una
rata de agua.
Ballestas, armadijos y piedras eran suficientes para traficar con la muerte a pequeña escala, una muerte que veíamos más como un final del juego que como un quebranto de vida.
Ballestas, armadijos y piedras eran suficientes para traficar con la muerte a pequeña escala, una muerte que veíamos más como un final del juego que como un quebranto de vida.
No nos planteamos
nunca colocarnos del otro lado del tirachinas, por eso, jugábamos con la
guadaña como si fuera un balón de fútbol, sin ningún temor a cortarnos nuestros
dedos aprendices. La muerte tenía el filo demasiado separado para quienes
andábamos estrenando vida; esa lejanía, esa ausencia de contenido que la
infancia da a la muerte, eliminaba cualquier problema moral a la hora de meter
el uñate detrás de la cabeza de una trucha recién sacada del agua o de desnucar
la agonía de un gorrión contra una piedra.
La indiferencia emocional de los
más pequeños hacia la muerte obedece a los dictados más cavernarios de nuestros
genes de cazador, a un mandato atávico enlazado en nuestras raíces más
animales. Quién no ha visto la expectación que despierta en los pequeños
aprendices de cazador la junta de carnes tras una montería, o la sonrisa con
que levantan su primera liebre aún latente de vida en su chillería y su desesperado
batimán. Esta crueldad de los pequeños es perfectamente compatible con las
llantinas más descarnadas y sinceras ante la huída del canario de su jaula o la
desaparición de una tortuga en el jardín. Su capacidad de besar y morder con la
misma boca les da un fascinante punto de imprevisión.
Sólo el fluir de los años consigue
templar tanta frialdad hacia la muerte. Esa racionalización suele ocurrir
cuando la parca pasa sus dedos de espanto cerca de nosotros, cuando
comprendemos que también somos sujetos pasivos de su fatalidad, cuando
empezamos a darle contenido. Sin
embargo, no conozco todavía ningún cazador (digo cazador de teta, no un
advenedizo de la caza) que haya dejado de ir al monte porque en su balanza
particular haya pesado más la pesadumbre por la muerte del animal que la
voracidad ancestral de matar que late en las entrañas de la caza. Cuántas veces
he oído lo maravilloso que sería si, como ocurre en la pesca, pudiera existir
la “caza sin muerte”; si la perdiz, después del pelotazo y la foto, pudiera
pimpollear nuevos espolones en la siguiente primavera. No hay que engañarse: la
caza y la muerte del animal cazado son leña del mismo árbol. La muerte es el
fruto inevitable donde la sangre se hace divisa, escarapela fluyente y roja que
nos lleva cada domingo a ceñirnos la canana. Quien no acepte este axioma, será
mejor que se dedique al parchís, a las damas, o a la reproducción a escala de
barcos de época. Así de simple.
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