A Manuel Pedrosa, gran cazador y podenquero y mejor amigo. Con todo el afecto.
El plomo es ciego, por eso las balas no saben de regates; la
que mató a Antoñuelo, el Corcheta, no hizo con él una excepción. La bala sólo
es un tiralíneas de velocidad compacta buscando su destino, y el de ésta, venía
vestido de luto, que es uno de sus trajes posibles cuando se dispara a ciegas.
El dedo bisoño y temblón que apretó el gatillo buscaba su
estreno montero en la finca Mañuelas, en la sierra de Montoro-Cardeña. Era su
primera montería. Eso siempre le pesa al novato que no disfruta de su condición
de principiante y quiere, por una vergüenza impropia, quemar rápido una etapa
que también lleva su tiempo. Mala cosa son las prisas cuando se lleva un rifle
en la mano.
El Corcheta era perrero de la rehala cordobesa de Pepe Ortiz
y tenía mucho monte en los zahones. Venía de vuelta de la urgencia que muchos
sienten por sacar el cuchillo y hacerle una muesca más a su empuñadura con el
envión último de un cochino sujetado a dientes. Antoñuelo, el Corcheta, ya
tenía muertos más guarros que los que su memoria le permitía sujetar, por eso
sólo remataba cuando era ley y sus podencos le reclamaban el cuchillo para
zanjar un lance y poder seguir cazando.
-
.- Corcheta,
montear es fumar; lo demás es tronchar jaras- le decía su compadre.
De ahí que al Corcheta le gustara manchear lento, dejando
hacer a los podencos para adivinarle, en su deambular, el pulso al monte.
Gastaba las prisas de los que lían a mano sus cigarros y no era muy de estar
dando la grita en la mancha.
-
.- Antoñuelo,
que te hagas oír cuando vayas a dar a una armada, que andas siempre zorreando
la mancha como un cochino más y la gente va con mucha gana de pólvora.
Pero el Corcheta era como era y aquel día, también fue a su
muerte sin una prisa ni una voz de más. Cerca de la armada donde iba a morir,
andaban sus perros con el rastro muy caliente y al Corcheta le extrañó que de
la postura probable que debía haber en aquel estrecho, no se hubieran escuchado
disparos.
Ignorante del taponazo que da un cochino cuando se la juega
al cruzar un estrecho, al montero joven e inexperto sólo le dio tiempo a seguir
con la mirada a los dos jabalíes que venían escurriéndose de los podencos de
Antoñuelo. Después de que aquellos dos macarenos se fueran de rondón, sintió el
rifle – inerte entre sus manos- como algo flácido, inútil, preso de una
inmovilidad de la que él era el único responsable. El montero joven e inexperto
tenía una sensación parecida a la vergüenza, como si toda la montería hubiera
visto en cámara lenta a aquellos dos cochinos cumpliendo en su puesto sin
escuchar tan siquiera un disparo. Necesitaba un nuevo lance con el que conjurar
la inconfesable sensación de ridículo. Fue entonces cuando escuchó el crujido
de la leña seca de una jara, poco más o menos por donde los jabalíes habían
cruzado en el tiradero.
Las recámaras de los rifles son mala sala de espera para las
balas, les contagian una urgencia de explosión que sólo el dedo índice puede
sujetar manteniendo las distancias. La bala que mató al Corcheta supo – por el
calor de la piel en el gatillo- que había llegado su momento. El rifle apuntó
al espeso donde un nuevo crujido delataba, ya sin ninguna duda, una presencia
del otro lado. Quizá fue el miedo el que poco a poco fue dando presión al
índice; seguramente el joven montero fue el primer sorprendido al escuchar el
disparo de su rifle. Después, el grito sordo y desgarrador de un pecho
reventado, como la caracola última que el Corcheta hiciera sonar en el monte.
Así lo entendieron al menos sus podencos, que vinieron al galope barruntando de
lejos la desgracia, rodeando a Antoñuelo, el Corcheta, sin saber bien qué había
que hacer porque la agonía era, en aquella ocasión, la del amo.
A los gritos del joven montero acudieron otros cazadores y
otros rehaleros. Se paró la montería como se paran los relojes cuando el tiempo
se detiene. Fue llegando más y más gente. Allí había un pecho abierto y una
vida que iba tiñendo de rojo el verde pringoso de los jarales, como una res herida
más.
Los podencos del Corcheta, en su ignorancia y en su miedo,
hicieron círculo rodeando al amo, vistiendo de dientes y de baba el aire,
rugiendo feroces a los que pretendían auxiliar al herido. Allí nadie iba
hacerle más daño al amo. Nadie se atrevía a auxiliar a Antoñuelo para no dar a
los campaneros carne para un agarre. Sólo su compadre, al que conocían bien los
perros, pudo romper aquel círculo de rabia, quitando uno a uno, y muy
lentamente, todos los perros. Cuando llegaron hasta el Corcheta, a su cuerpo se
le había ido ya la vida.
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Este cuento está basado en una
historia real. Sucedió allá por los años setenta del pasado siglo durante una
montería en la finca “Mañuelas”, allá por Fuencaliente; y es una de las vivencias
que recoge 'El Gran libro de la
Rehala', de Mariano Aguayo
Mañuelas, enero de 1974. Un suceso luctuoso.
ResponderEliminarhttp://300wm.blogspot.com.es/2011/01/manuelas-enero-de-1974.html
Lo publiqué en enero de 2011, no sabía de este artículo, ni tu supongo del mío, casualidades de la vida. Por cierto, yo estuve en esa montería y el perrero creo que está enterrado en la Venta del Charco, cerca de Cardeña.
Hola Félix: no, no sabía que habías escrito un artículo sobre esta historia. Me contó el suceso mi amigo Manuel Pedrosa, un cordobés bastante conocido en el mundo de los podencos (caza menor) y me impactó. Imaginé la escena del pobre corcheta rodeado de sus perros y pensé que aquello tenía madera más que de sobra para un pequeño cuento. Gracias por tus palabras. Echaré un vistazo a tu blog, que no conocía. Un abrazo. Luis.
EliminarHola Luís, te invito a ver mi blog, con más de 600.000 visitas y me llama la atención que no lo conocieras.
ResponderEliminarLa imagen no te la imaginas, a los perros no había manera de apartarlos pues te atacaban si te acercabas, y de la historia te falta que no estaba solo en el puesto, ya que su abuelo, un montero muy conocido en Córdoba, no pudo evitar la imprudencia del nieto. Un abrazo. Félix
No sabía que estaba acompañado de su abuelo. Vaya escena la de los perros, se me pone el pelo de punta sólo de imaginarla. Leeré tu blog, no lo conocía porque últimamente ando bastante alejado de las redes sociales. Un abrazo. Luis.
ResponderEliminarFue espeluznante,aún recuerdo los aullidos de los atravesaos, se tardó bastante en poder sacar el cuerpo pues los perros no dejaban acercarse a nadie
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