martes, 27 de enero de 2015

Semillas blindadas

 
A Luis Calle, con cariño; y a Lourdes Folguera, todavía con más cariño.

 Pablo Calle Folguera tiene más de una lata agujereada por los perdigones de un cartucho de doce milímetros. A sus nueve años ya sabe trazar la línea recta e imaginaria que une su ojo, el punto de mira y el óxido aterrorizado de una lata vieja de tomate.  Las latas de conserva o las cajas vacías de los cartuchos cumplen una función de fuste en el aprendizaje de todo cazador porque inevitablemente se convierten en su primera pieza abatida. Poco importa lo inanimado de la pieza, que para eso está la imaginación voraz de la infancia, que en un vuelo la convierte en perdiz o en venado, normalmente según sea el gusto de quien pone por vez primera la pólvora en sus manos. Y a Pablo le auguro las raíces de un tronco firme, porque a sus padres les sobra gusto por el campo como para llenarle de por vida las alforjas de afición y querencia por los tomillos y por los jarales.




Cuando toca caza, Pablo hace poca pereza para madrugar, que es el primer síntoma de esta patología atávica de quienes padecemos la varicela de la caza, y el tiempo se le agiganta hasta hacerse insoportable, porque sus nueve años dan a los segundos cuerpo de horas y a éstas, sustancia de siglos: es sabido que el reloj de la infancia atrasa o adelanta con una veleidad insoportable según se trate de esperar a la mañana siguiente o de atarse las botas de pisar charcos para salir ya mismo al monte.



A los niños de la caza, como Pablo, los Reyes Magos les traen siempre un año menos para sacar el permiso de armas, y raro es cuando no vienen con una gorra verde, una camisa de camuflaje, o un tirachinas, que es el mejor placebo de las escopetas y sirve para calmar la fiebre cinegética de los niños que padecen el tirón apetecible de las chaparras. El hada madrina de Pablo – que la tiene y se llama Lourdes- le dio una hermana, Lucía, con quien compartir ese gusto inexplicable y rotundo que tiene la niñez por las cosas más sencillas, como dar de  comer a las gallinas o  aplastar la yema de un huevo frito con un trozo de pan. Me cuentan que Lucía también afina con la de perdigones y algún bote hay que renquea con un agujero de más. No es de extrañar.



Dicen las estadísticas que al árbol de la caza no le salen tallos nuevos; que, como a los olmos, le está ganando la partida la grafiosis de un ecologismo de salón. A la infancia, sobre todo en las grandes ciudades, la están adocenando sin escrúpulos. Mala escuela es la televisión y peor aún el inmundo trasiego de marcas que dicta sus contenidos. A ese turbión cosmopolita y borrego hay que darle lejanías, qué mejor que el monte para jugar al escondite e impartir lecciones de silencio, que buena falta hace en esta sociedad cuajada de ruidos.



Existen blindajes de cerrazón y blindajes de veneno, como ciertas simientes modernas que llenan de muerte el campo; pero también los hay necesarios, como la buena educación, que nos regala defensas contra la intemperie de tanta modernidad. Pablo y Lucía son semillas blindadas contra más de una barbarie porque en el día a día de su hechura hay un olor a juego, una certeza de abrazo inminente, y una apetencia por los domingos, cuando toca pisar charcos y llenarse las manos de sangre sujetando junto al padre la cuerna de un venado recién abatido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario