A Luis Calle, con cariño; y a Lourdes Folguera, todavía con más cariño.
Pablo Calle Folguera tiene más de una lata agujereada por los perdigones de un cartucho de doce milímetros. A sus nueve años ya sabe trazar la línea recta e imaginaria que une su ojo, el punto de mira y el óxido aterrorizado de una lata vieja de tomate. Las latas de conserva o las cajas vacías de los cartuchos cumplen una función de fuste en el aprendizaje de todo cazador porque inevitablemente se convierten en su primera pieza abatida. Poco importa lo inanimado de la pieza, que para eso está la imaginación voraz de la infancia, que en un vuelo la convierte en perdiz o en venado, normalmente según sea el gusto de quien pone por vez primera la pólvora en sus manos. Y a Pablo le auguro las raíces de un tronco firme, porque a sus padres les sobra gusto por el campo como para llenarle de por vida las alforjas de afición y querencia por los tomillos y por los jarales.
Cuando toca caza, Pablo hace poca pereza para madrugar,
que es el primer síntoma de esta patología atávica de quienes padecemos la
varicela de la caza, y el tiempo se le agiganta hasta hacerse insoportable,
porque sus nueve años dan a los segundos cuerpo de horas y a éstas, sustancia
de siglos: es sabido que el reloj de la infancia atrasa o adelanta con una veleidad
insoportable según se trate de esperar a la mañana siguiente o de atarse las
botas de pisar charcos para salir ya mismo al monte.
A los niños de la caza, como Pablo, los Reyes Magos les
traen siempre un año menos para sacar el permiso de armas, y raro es cuando no
vienen con una gorra verde, una camisa de camuflaje, o un tirachinas, que es el
mejor placebo de las escopetas y sirve para calmar la fiebre cinegética de los
niños que padecen el tirón apetecible de las chaparras. El hada madrina de Pablo
– que la tiene y se llama Lourdes- le dio una hermana, Lucía, con quien
compartir ese gusto inexplicable y rotundo que tiene la niñez por las cosas más
sencillas, como dar de comer a las
gallinas o aplastar la yema de un huevo
frito con un trozo de pan. Me cuentan que Lucía también afina con la de
perdigones y algún bote hay que renquea con un agujero de más. No es de
extrañar.
Dicen las estadísticas que al árbol de la caza no le salen
tallos nuevos; que, como a los olmos, le está ganando la partida la grafiosis
de un ecologismo de salón. A la infancia, sobre todo en las grandes ciudades,
la están adocenando sin escrúpulos. Mala escuela es la televisión y peor aún el
inmundo trasiego de marcas que dicta sus contenidos. A ese turbión cosmopolita
y borrego hay que darle lejanías, qué mejor que el monte para jugar al
escondite e impartir lecciones de silencio, que buena falta hace en esta
sociedad cuajada de ruidos.
Existen blindajes de cerrazón y blindajes de veneno, como
ciertas simientes modernas que llenan de muerte el campo; pero también los hay
necesarios, como la buena educación, que nos regala defensas contra la
intemperie de tanta modernidad. Pablo y Lucía son semillas blindadas contra más
de una barbarie porque en el día a día de su hechura hay un olor a juego, una
certeza de abrazo inminente, y una apetencia por los domingos, cuando toca
pisar charcos y llenarse las manos de sangre sujetando junto al padre la cuerna
de un venado recién abatido.
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