"Nombrar la mariposa no la hace volar"
Juan Gelman
Nuestros abuelos poco o nada
sabían de lindes, de cotos, de vedas. El campo estaba ahí para mamar de una ubre
que casi siempre andaba llena de la leche, en gran medida porque la agricultura
y la ganadería eran más aliadas que enemigas a la hora de mantener y engordar
la vida animal.
Sin embargo, a día de hoy, el campo es una tarta que no da para todos. De ahí que, cada vez más, haya que racionalizar su manejo para que a todos alcance. Por eso, cada día son más las medidas que tienden al reparto, al uso razonable, a la división imprescindible.
Sin embargo, a día de hoy, el campo es una tarta que no da para todos. De ahí que, cada vez más, haya que racionalizar su manejo para que a todos alcance. Por eso, cada día son más las medidas que tienden al reparto, al uso razonable, a la división imprescindible.
Al establecimiento de vedas,
horarios, cupos, días hábiles, todos nos hemos tenido que acostumbrar; sin
embargo, existe algo que a la mayoría de los cazadores nos cuesta renunciar: a
la libertad de elegir con quién cazamos.
Son muchos los acotados que dividen el terreno en varios cuarteles para
que el castigo cinegético no esquilme de dos atacadas las zonas de los cotos
que tradicionalmente son más querenciosas. Estas divisiones obligan a otras,
que los gestores hacen sobre los cazadores para que, prorrateados en grupos, se
alternen las hectáreas a patear las mañanas de los domingos: son las cuadrillas
forzadas. Sus integrantes tienen que comenzar y acabar juntos las mañanas de
caza, aunque al prójimo, venido a compañero de monte por razones organizativas,
no haya Dios que le soporte la arrogancia, la ineptitud, o la ausencia plena de
sentido del compañerismo.
Yo me niego a eso. Por ahí sí que
no paso, porque considero que un elemento esencial de las cuadrillas es la
amistad, que no tiene que ser íntima, pero sí suficiente para hacer propios los
éxitos y los fracasos del que llevamos al lado en la mano con la que batimos el
monte. Las cuadrillas, para serlo de verdad, han de forjarse con el tiempo y no
se improvisan por medio de un cociente aséptico entre cazadores y cuarteles de
caza. Pocas cosas hay tan estéticas en la caza como la forma en que ondula
cerros una cuadrilla con callo de años, en la que unos templan el paso para que
otros lo alarguen sólo por cerrarle la escapada a la caza, y todo bajo un orden
natural, porque así lo pida el terreno o el día, y porque saben que el éxito
sólo lo es realmente si corresponde al grupo. Para eso, además de años, es
necesario generosidad, palanca que falta en la máquina imperfecta de las
cuadrillas forzadas, pues pocos son los que se remangan la camisa para que
luego dispare un fulano a quien apenas conoce y que encima le cae mal.
Hace unos años, los de nuestra
cuadrilla, estuvimos en un coto de los que al final de ejercicio van bien para
las estadísticas. Sólo aguantamos una temporada. No podíamos soportar que una
disciplina casi cuartelera adocenara el ejercicio de libertad que para nosotros
es cazar. Por eso salimos de allí y ahora hacemos piernas a nuestro aire, en
cotos de menos chicha y más alegría, la que nos da cazar entre amigos y poder
parar -sin que nadie se moleste- a buscar una perdiz alicorta, a echar un
cigarro, o a comentar lo de Pablito, que el otro día llegó a casa con cuatro
suspensos y con un siete en el chándal nuevo y no veas su madre, cómo se puso.
Va a ser que Juan Gelman tiene
razón.
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