La bala es velocidad dormida y enfundada
en plomo. Acompaña inseparablemente al montero como un perro de metal. Su vida
es un letargo al que la pólvora pone fin. En la bala todo se conjuga para hacer
volar al plomo en un vuelo rectilíneo que sólo la distancia y el viento curva.
La bala normalmente hace muchos
kilómetros con nosotros. Su momento puede tardar años en llegar, pero está ahí,
esperándola como un amante fiel. Su llegada – la del instante que la justifica
- suele ir precedida de una ladra, de una rama que se quiebra al pasar, del
vuelo de un arrendajo. Entonces la bala despierta para forjar un lance
indeleble o para hacerse un hueco en el baúl insomne donde el cazador guarda
sus errores. Todo depende de la caricia más o menos oportuna del dedo índice
sobre el gatillo.
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