A Homero, q.e.p.d.
Argos no fue el perro de
ningún héroe, al menos de esos héroes épicos a quienes la Historia y los libros
pone una espada en la mano o una hazaña en su vida. El que luego fue su amo era
un hombre solo, en nada distinto a tantos otros de los que habitan las calles
de una gran ciudad, con su cuota alícuota de temores y de hastíos y con una
forma callada y casi secreta de felicidad, la que le daban sus pies cuando
pisaban tierra en lugar de asfalto para ir a cazar.
Al futuro dueño de Argos le
perseguía una separación no querida y una sentencia de custodia compartida;
también, una gavilla de deudas que le ataba a la oficina de lunes a viernes de
ocho a seis. Era un hombre solo que dormía mal y poco y al que últimamente sus
sueños le llevaban en un tormentoso viaje de vuelta a un lugar que no sabía
bien si todavía era su casa. Cada noche, el sueño se repetía y a las
tempestades en alta mar le sucedían encantamientos que transformaban hombres en
perros o en lobos, falsos cantos de sirena
y luchas desiguales con cíclopes monstruosos. Se despertaba exhausto, cansado
de sobrevivir. Aquella semana estuvo llena de insomnios y de sueños de tinte
profético. Estaba cansado, por eso le resultaba tan urgente el domingo con olor
a la tierra, el tacto de la canana en la cintura y el barro en las botas, como
un lastre necesario para que los pies del cazador se sintiera más atado a sus raíces primeras.
El domingo puso el despertador para marchar al monte y del sueño de aquella
noche sólo pudo recordar, cuando despertó, una presencia amiga, una voz de
llegada que anunciaba un animal del que no consiguió hacer memoria.
A la mañana siguiente se fue a
cazar. Era un cazador de los de guerra galana, que se dejaba llevar por el
rumbo que marcaban la querencia de las perdices. Esa mañana le llevaron a un
monte apretado de chaparras. Fue allí donde encontró al perro, un bretón
vestido de flacura, con la sequedad de mojama que da el hambre, el miedo, y la
desesperación, cuando vienen a partes iguales; porque los bretones son perros
de mucho seso y de más afición por la caza, pero con poco de lobo y menos aún
de ascetas.
Ocurrió, que cuando el perro vio
al cazador fue como si hubiera visto la virgen en una nube, pues hacia él fue sabedor de que el hombre, para el perro, es un dulce e imprescindible
parásito, un animal de compañía necesaria del que no conviene separarse. El
cazador, al verle, dejó la escopeta apoyada en una mata, y en cuclillas le
enseñó sus dos manos abiertas, como para darle a entender que nada malo para él
podía esconderse en ellas. Las manos abiertas no esconden traiciones. Eso los
perros lo saben. El animal buscó su cobijo, se dejó hacer por aquel tacto
promisorio de calor, de comida y de compañía. Sintió que aquellos dedos que se
ensortijaban en su pelo sucio de las jaras, eran de bienvenida, que las
palabras que no entendía le estaban quitando un poco el peso insoportable de
aquella soledad de perro perdido. Parecía un reencuentro, como si el perro y el cazador
se hubieran separado en otro tiempo, quizá hace muchos siglos, y que hubiera
sido un azar que ninguno de los dos buscó comprender – perdón por el plagio,
maestro Cortázar- el que les hubiera
llevado de nuevo a estar juntos, esta vez para siempre.
.- No me dejas otra que llamarte Argos.
Le dio el pan y el agua que
llevaba en el morral. Decidió volver al coche; pensó en atarle y llevarlo de la
mano pero no quiso forzar la suerte, sabía que si de verdad todo aquello era
lo que él creía, si el destino no había trucado sus dados con aquel extraño
sueño, el perro iría tras él.
Comenzó a caminar. Argos le
siguió: primero unos pasos por detrás; al poco, al caminar del cazador;
después, comenzó a alargarse un tanto, a hacer pequeños lazos, el animal ya
sentía la necesidad de cazar para él. Fue al llegar a unos romeros espesos,
cuando el perro se paralizó: las muestras de los bretones son como los besos de
las actrices de reparto, no ocupan el primer plano pero igual valen para
espantar inviernos. La escopeta al saque y el tiempo que empieza a contar.
Nunca se sabe si el final de la cuenta atrás vendrá de la mano del conejo o del
perro: ahí está uno de los trucos de su magia. De pronto – no podía ser de otra
manera-, la fuga en gris del conejo y el disparo que lo convierte en carne
tibia y muerta. El perro muerde el conejo, duda un momento, y lo lleva a la
mano del cazador. El pacto se sella y se hace eterno.
Al llegar a casa lavó al perro y
con él compartió lo que había para comer. Después, quizá para asegurarse de que
aquello iba en serio, que el perro era tan real como el sueño que lo anunció,
lo llevó al veterinario. No había chip, no había tatuajes, nada que le uniera a
un nombre, a una dirección o a un teléfono que pudiera separarle de él al darle
un pasado, al menos uno que no fuera el que sucediera muchos siglos atrás.
Aquella noche el cazador durmió
sin que su sueño se poblara de cíclopes ni de sirenas, sin que su barco hiciera
agua, sin temor a que su casa ya no lo fuera cuando él llegara. Por vez primera
desde hacía muchas noches su sueño fue tranquilo, tanto que ni siquiera al
despertar – de haber ocurrido algo- pudo recordar lo que pasó. Fue un lunes
extraño, saber que Argos estaba en su casa, que por fin su sueño se había
quedado sin memoria, le hacía sentir bien, como si estuviera comenzando algo
más que una nueva semana. Las horas en la oficina pasaron lentas.
Le urgía volver a casa, encontrar
al que ya era su perro. Argos le recibió como sólo saben hacerlo los bretones,
con ese exceso de cariño que no pueden ni quieren evitar, trazando miles de
órbitas ridículas con su rabo cortado, lamiendo las manos -que es la forma que
tienen los perros de besar-; dejándose hacer, poniéndose a dos patas sobre las
piernas del cazador, como queriendo escalar por ellas para que le cogiera en
brazos. Los bretones son perros para los cazadores a quienes les gusta que sus
perros les quieran en exceso, porque estos perros no saben ni de recatos ni de
rencores, son puro azúcar y ésa es virtud que no hay manera de amargar.
A aquel domingo le sucedieron
otros. Cazador y perro fueron haciéndose uno, creando una complicidad a toda
prueba. El cazador le fue cogiendo el aire al perro, comenzó a distinguir, por
la forma que el animal tenía de moverse en el campo, si era conejo, liebre o
perdiz lo que andaba venteando. Al primer conejo le siguieron otros; pronto la
primera perdiz y alguna liebre de las que se amagaban en las junqueras y en los
pastizales los días de hielo. También entre los olivos algún zorzal que a Argos
no le gustaba cobrar porque no olía a gallina. En aquellos días al cazador le
sobraba compañía con la que le daba Argos. Por vez primera desde hacía mucho
tiempo podía pasar varias horas sin que los problemas le hostigaran, ajeno a
todo lo que no fuera buscarle la cara al viento con tal de que Argos encontrara
pronto el hilo de olor que le guiara en el laberinto que deja el rastro de la
pieza. Era como si el campo lo hubiera dispuesto todo para darle una tregua,
para abrir un paréntesis donde su tristeza de ciudad no pudiera hostigarle. Un
cazador no puede pedir más.
Cuando volvía a casa, y sin que
supiera explicarse bien el porqué, comenzaba a sentir que aquellas paredes a
las que se había mudado después de la separación, eran por fin los linderos de
ladrillo de un hogar. Los días fueron pasando y la rutina comenzó a coger
tibieza. Sin embargo, una noche, cuando el cazador creía haber olvidado
aquellos extraños sueños, volvió a ser aquel guerrero en viaje de vuelta. Esta
vez, se vio vestido de mendigo, abriendo la puerta de la que muchos años atrás
había sido su casa. La encontró llena de gente extraña, hombres enemigos que no
le reconocieron bajo aquel sayal de miseria y que andaban embriagados en el
vino del despojo. Con ellos combatió y uno a uno los fue matando, con el arco y
con el cuchillo, hasta quedarse sólo con los brazos manchados de sangre,
jadeando su victoria, el cuerpo tenso, casi agarrotado por toda la muerte que
había cosechado.
Estaba sudando cuando Argos le
despertó lamiéndole las manos. De pronto comprendió, no sin cierto vértigo, que
aquel perro quizá ya fuera suyo desde muchos siglos atrás, cuando él no era un
empleado de banca sino el héroe mítico que tomara Troya y que venciera con
astucia a Polifemo; un semidiós que no se dejó llevar por los encantos de Circe
y que por todo equipaje llevaba un odre en el que estaban encerrados todos los
vientos que le regalara Eolo para llevarle de vuelta a Ítaca.
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