viernes, 9 de enero de 2015

Ropa Vieja



En las revistas de caza siempre hay muchas fotografías. Una revista de caza sin fotos no la compraría nadie, son la pimienta de las publicaciones. Las imágenes impresas atraen el “voyeur” que todos los cazadores llevamos dentro, quizá sea por esa habilidad innata que tenemos los cazadores para ver nuestra mejor sonrisa en la cara del afortunado que levanta ante la cámara un manojo de perdices o se sienta sobre el cadáver aún caliente de un jabalí.

 Mirando las fotos uno también extrae sus conclusiones: así, observo que las manos de los que sostienen un rifle sobre un búfalo recién abatido normalmente nada tienen que ver con las que sujetan a un galgo por el collar. Las primeras, pocas veces se ven llagadas de intemperie o de trabajo de pico y pala; las segundas, son difícilmente imaginables galopando concertadamente sobre un ordenador o firmando contratos millonarios. Hablo con carácter general, ya digo, no se me malinterprete, que no pretendo hacer manicura cinegética ni apología de la lucha de clases, sino sólo poner a la vista el hecho de que ciertas modalidades de caza tienen su abolengo en un mismo estamento social.

Y eso que los tiempos vienen buenos para la iguala, porque en este país, el dinero, mal que bien, tiende a universalizar sus querencias, y abre verjas que es un gusto de ver. Y si no que se lo digan al jabalí, al que antes sólo fogueaban los titulares de apellidos unidos por una “y”, o precedidos  de un “de”, y ahora, cualquier García o Pérez les sacuden de lo lindo.

Sin embargo -y volviendo al tema de las fotos- hay una diferencia que a mí me llama particularmente la atención: son las fotos de los chiquillos, cachorros del animal de la caza, que bien pequeños ya verdean la afición y levantan liebres ante la cámara que casi les comen todo el cuerpo y el primer plano. Es aquí donde las diferencias se hacen más estridentes, sobre todo, cuando veo a esos niños con corbata y trajes para no mancharse, sujetando para la foto el marco óseo de unas cuernas de venado o las orejas de un jabalí con la boca abierta y apalancada por una piedra o un palo. Parecen lords jibarizados, menoría moldeable –como todas las infancias-,  manipulada “ab initio” para marcar lejanías en el futuro. Eso sí me duele, sobre todo por ellos, pequeños maniquíes asaltados por el mal de la fiebre elegante y la pulcritud hecha camisa de marca e impermeable aristocrático y maloliente; pobres, digo, que les dan poco tiempo para no tener culpa de nada. Cómo hacer ver a sus padres, verdaderos responsables, lo mucho que se disfruta subiendo un cerro sin el dogal de una corbata, usando el pantalón como servilleta de urgencia, o convirtiendo vestiduras en jerapellinas a golpe de aulaga. Qué distintas sus sonrisas a ésas despeinadas y mugrientas de la legión de aprendices que, cada domingo, con ropa vieja, se disfrazan de caqui o camuflaje para hacer un día de puertas abiertas a la pringue, a la sangre, o al barro del camino. Verdadera lástima que a esos pequeños de boutique no les dejen ver el monte como el sitio perfecto para sentirse libres –nadie puede sentirse realmente libre con una corbata-, para espantar amarguras a golpe de mugre en la camisa y para convertir los sietes en el jersey en auténticas medallas por méritos de monte.

Desde el escaño virtual que me da esta columna les pido a los que hacen de la elegancia más vicio que virtud, que respeten los cotos del sentido común, y no malquisten la infancia de sus hijos pequeños con las cinchas absurdas de una galanura prematura y un dandismo artificial y fuera de sitio.

La infancia está para la improvisación, para embadurnar con los ojos vendados y a golpe de brocha gorda el lienzo en blanco de los años; dejen que sean estos los que vayan embridando el potro de vida que nos regalan al nacer.

Hasta entonces, ya saben: ropa vieja.

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