En las revistas de caza siempre hay muchas fotografías.
Una revista de caza sin fotos no la compraría nadie, son la pimienta de las
publicaciones. Las imágenes impresas atraen el “voyeur” que todos los cazadores
llevamos dentro, quizá sea por esa habilidad innata que tenemos los cazadores
para ver nuestra mejor sonrisa en la cara del afortunado que levanta ante la
cámara un manojo de perdices o se sienta sobre el cadáver aún caliente de un
jabalí.
Mirando las fotos uno también extrae sus conclusiones:
así, observo que las manos de los que sostienen un rifle sobre un búfalo recién
abatido normalmente nada tienen que ver con las que sujetan a un galgo por el
collar. Las primeras, pocas veces se ven llagadas de intemperie o de trabajo de
pico y pala; las segundas, son difícilmente imaginables galopando
concertadamente sobre un ordenador o firmando contratos millonarios. Hablo con
carácter general, ya digo, no se me malinterprete, que no pretendo hacer
manicura cinegética ni apología de la lucha de clases, sino sólo poner a la
vista el hecho de que ciertas modalidades de caza tienen su abolengo en un
mismo estamento social.
Y eso que los tiempos vienen buenos para la iguala, porque
en este país, el dinero, mal que bien, tiende a universalizar sus querencias, y
abre verjas que es un gusto de ver. Y si no que se lo digan al jabalí, al que
antes sólo fogueaban los titulares de apellidos unidos por una “y”, o
precedidos de un “de”, y ahora,
cualquier García o Pérez les sacuden de lo lindo.
Sin embargo -y volviendo al tema de las fotos- hay una
diferencia que a mí me llama particularmente la atención: son las fotos de los
chiquillos, cachorros del animal de la caza, que bien pequeños ya verdean la
afición y levantan liebres ante la cámara que casi les comen todo el cuerpo y
el primer plano. Es aquí donde las diferencias se hacen más estridentes, sobre
todo, cuando veo a esos niños con corbata y trajes para no mancharse, sujetando
para la foto el marco óseo de unas cuernas de venado o las orejas de un jabalí
con la boca abierta y apalancada por una piedra o un palo. Parecen lords
jibarizados, menoría moldeable –como todas las infancias-, manipulada “ab initio” para marcar lejanías
en el futuro. Eso sí me duele, sobre todo por ellos, pequeños maniquíes
asaltados por el mal de la fiebre elegante y la pulcritud hecha camisa de marca
e impermeable aristocrático y maloliente; pobres, digo, que les dan poco tiempo
para no tener culpa de nada. Cómo hacer ver a sus padres, verdaderos
responsables, lo mucho que se disfruta subiendo un cerro sin el dogal de una
corbata, usando el pantalón como servilleta de urgencia, o convirtiendo
vestiduras en jerapellinas a golpe de aulaga. Qué distintas sus sonrisas a ésas
despeinadas y mugrientas de la legión de aprendices que, cada domingo, con ropa
vieja, se disfrazan de caqui o camuflaje para hacer un día de puertas abiertas
a la pringue, a la sangre, o al barro del camino. Verdadera lástima que a esos
pequeños de boutique no les dejen ver el monte como el sitio perfecto para
sentirse libres –nadie puede sentirse realmente libre con una corbata-, para espantar
amarguras a golpe de mugre en la camisa y para convertir los sietes en el
jersey en auténticas medallas por méritos de monte.
Desde el escaño virtual que me da esta columna les pido a
los que hacen de la elegancia más vicio que virtud, que respeten los cotos del
sentido común, y no malquisten la infancia de sus hijos pequeños con las
cinchas absurdas de una galanura prematura y un dandismo artificial y fuera de
sitio.
La infancia está para la improvisación, para embadurnar
con los ojos vendados y a golpe de brocha gorda el lienzo en blanco de los
años; dejen que sean estos los que vayan embridando el potro de vida que nos
regalan al nacer.
Hasta entonces, ya saben: ropa vieja.
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