Pistón es un pointer
blanco y naranja, tallado a escoplo en sus músculos, con porte de atleta maduro
que ya peina alguna cana en el morro. Tiene un ojo un tanto bizco que le da a
su mirada un aire bisoño, como un si fuera un niño muy viejo que entendiera
bien pocas cosas, porque Pistón no es el más listo de la clase, pero todo lo
compensa esa forma de querer que tiene tan cargada de agradecimiento.
En las muestras, Pistón se hace mármol, cariátide macho que sostuviera el templo del campo con la mirada de piedra clavada en su horizonte con olor a perdiz. Todo en una perlesía repentina que lejos de debilitar sus músculos los carga de aire comprimido, de corazones a punto de estallar, para correr el miedo de la presa y darle muerte si viene a dientes. Pistón es un perro venido a una vejez impuesta, porque antes de su enfermedad, el sol no le hacía sombra de rápido que cazaba; se olvidada del agua como de la sed y su trajín inmenso por entre aulagares, escobares y rastrojos, tenía mucho de epilepsia, pues cazaba a convulsiones, como cazan lo buenos pointer, levantando la nariz, mascarón de proa en el tajamar del monte hecho velero, buscando olas que tuvieran olor a codorniz, a conejo, o a lo que tocara, que Pistón, por hacer una muestra, se las hace hasta los jabalíes que se amagan en el espesar de un monte o en un tupido carrizo.
En las muestras, Pistón se hace mármol, cariátide macho que sostuviera el templo del campo con la mirada de piedra clavada en su horizonte con olor a perdiz. Todo en una perlesía repentina que lejos de debilitar sus músculos los carga de aire comprimido, de corazones a punto de estallar, para correr el miedo de la presa y darle muerte si viene a dientes. Pistón es un perro venido a una vejez impuesta, porque antes de su enfermedad, el sol no le hacía sombra de rápido que cazaba; se olvidada del agua como de la sed y su trajín inmenso por entre aulagares, escobares y rastrojos, tenía mucho de epilepsia, pues cazaba a convulsiones, como cazan lo buenos pointer, levantando la nariz, mascarón de proa en el tajamar del monte hecho velero, buscando olas que tuvieran olor a codorniz, a conejo, o a lo que tocara, que Pistón, por hacer una muestra, se las hace hasta los jabalíes que se amagan en el espesar de un monte o en un tupido carrizo.
Pistón se ha pasado la vida
sobreviviendo, que ya lo hizo cuando vino al mundo y fue el único vivo junto a
los otros cinco cachorros que venían muertos en el vientre inútilmente fecundo
de su madre, todo porque al dueño le dio por desinfectarla cuando ya tenía el
vientre muy abultado de vida. Por eso, los cachorros, lo primero que mamaron
fue el veneno que los mató a todos, menos a Pistón, que no se enteró de
por donde venía el menú y se quedó sin su dosis de zotal.
Los cuatro primeros meses de su
vida se los pasó en la perrera de un rehalero, compartiendo aire y pobreza con
mastines, podencos campaneros, y algún jabalí que les servía de sparring
a éstos y a aquellos. Y en aquellos días no debía sobrar mucha comida a juzgar
por las cicatrices que presentaba el perro en la cabeza y en los morros, y a
diario debió de jugarse el tipo frente a los matones de la rehala para
escamotearles un trozo de pan duro o un caparazón de pollo. Cuando se lo dieron
a mi primo Javier, el pobre tiraba a morder cada vez que alguien le arrimaba la
mano para acariciarle, y lo hacía con unos dientes amarillentos, como llenos de
un sarro que no se lo ganó fumando sino comiendo miseria. Estaba hecho una
gavilla de sarmiento atada con piel y del cariño no tenía más idea que la que
recién estaba aprendiendo de la mano de Javier, que le dio un atracón de mimos,
de compañía y de futuro, y un lugar caliente donde dormir. A Pistón se le
abrieron las puertas del cielo cuando la de la cocina se entornó para mostrarle
una alfombra vieja, un cubo de agua y un balde hasta arriba de comida, quimera
imposible para los perros que vienen de la miseria.
Pistón tardaba en aprender, no sé
si por falta de seso o por el miedo que le comía -buitre de pico corvo- cada
vez que escuchaba un ruido repentino, una voz agria o un claxon próximo. Pistón
veía un perro y se achantaba quedo, se le erizaban los pelos del lomo y amagaba
el belfo para enseñar sus colmillos de caries, rogando que el animal pasara de
largo para que no viera que detrás de aquel rostro fiero se escondía un alma
con piel de gallina. Poco a poco, a cucharadas de ternura fue haciéndose
próximo, cariñoso, tontón. Fue cogiendo peso y fuerza, haciéndose mayor en
músculos y altura.
Su primer día de caza se lo pasó
galopando aulagas y tomillos a dos años luz de su dueño, que le llamaba desde
su impotente afonía. Pero a los pointer, ya se sabe, hay que
ensancharles los océanos para que tengan sitio bastante para correr, y aquella
primera jornada, poco más hizo que espantar un bando de perdices a diez tiros
de la mano, ante el desaliento de los que íbamos en ella, que aunque veinte
veces menos que él también habíamos caminado lo nuestro por los cerros. Pero a
los perros que son cachorros hay que verles las virtudes en los defectos y
pronto comprendimos que, a pesar de aquella espantada de las gallinas de pico
rojo, aquel perro de mirada un tanto bizca iba a darnos más alegrías que
disgustos, porque bajo las esquizofrénicas carreras latían la afición y los
vientos de un buen perro de caza. Y así fue, que poco a poco se vino haciendo a
la distancia justa, como un halcón manero, porque poco a poco comprendió que
sólo mordía caza cuando sonaban disparos y que éstos sólo se escuchaban cuando
corría más a lo ancho que a lo largo. Además, aquel primer año mordió mucha
caza, que corrió por la parte de Toledo donde todavía abundan perdices y
conejos, y esa nubada de piezas, no hay que olvidarlo, es la escuela mejor y
más necesaria para que un perro salga bueno.
Los años se sucedieron y Pistón
fue templando el hierro ardiente de los pointer para hacerse dúctil a la mano
de su amo y poder llenar su memoria con muestras talladas a quietud y con
cobros de los de regalarle una magdalena de vuelta a casa. Pero a Pistón no se
le apaga la luz de la mala estrella que le alumbró al nacer, y un día, cazando
conejos en los escobares apretados de aquellas sierras toledanas, a poco más de
cinco metros de las escopetas se arrancó un conejo en el lugar justo para que
los plomos, al rebotar en el suelo, buscaran cobijo en su pata trasera, que se
hizo manantial de sangre a cada aullido de dolor que daba el animal. Y otra vez
a sobrevivir. A todo lo que nos dieron las piernas y el coche le llevamos al
veterinario, y en la radiografía contó hasta cuarenta y ocho perdigones que
afortunadamente no tocaron hueso ni tendón alguno, y que con el tiempo y
desinfectante fueron enquistándose en su cuerpo hasta hacer al perro inhábil
para pasar por el detector de un aeropuerto sin levantar sospechas. Menos mal
que no le menguaron el movimiento, y al poco, ya andaba trotando de nuevo entre
las escobas, buscando aquel conejo que se fue dejándole tan plomado e ingrato
recuerdo.
Lo peor de aquel accidente fue que,
en los análisis que le hicieron, descubrieron leishmania, esa muerte
lenta que pasan en verano los mosquitos de mala fe. A Pistón le llenaron de
medicina, con inyecciones diarias para combatir el mal que por lo menos han
conseguido frenar su insalubre avance. Pero el perro ha perdido fuelle, como si
el cansancio comiera de él cada vez a bocados más grandes, y ha ido cambiando
galopes por trotes; y éstos, por pasos cansinos detrás de su dueño cuando el
sol aprieta o las horas mueven las agujas del reloj más rato de la cuenta.
Este verano, buscando inútilmente
codornices en Guadalajara, dio en intentar olerlas en un carrizo que lindaba de
un lado con unos huertos que adornan la ribera del río Dulce y de otro, con un
trigal de esos que hoy en día no guardan más paja que la que tienen en el
recuerdo de los primeros días del verano, poco antes de cosechar. Al poco,
Pistón comenzó a ventear algún miedo animal, pero por los movimientos que hacía
con el cuerpo y con la cola, no nos pareció que el olor fuera de codorniz. De
pronto (que es la expresión a utilizar cuando se va a contar una muestra) se
quedó clavado en una garganta que se abría en la espesura del carrizo, en una
parada a la que le faltaba firmeza y que sostuvo sólo unos segundos antes de
que apoyara todas la patas en el suelo y comenzara a ladrar.
Desconcertados, nos arrimamos al
perro al tiempo que un jabalí enorme botó del carrizo y con la boca abierta y
llena de odio comenzó a correr detrás de Pistón, que por un momento se olvidó
de la leishmania para correr como lo hacía antaño, cuando era
adolescente, pero esta vez haciendo de conejo o de liebre delante de aquel
jabalí venido a podenco. Otra vez a sobrevivir, porque fueron más de cien los
metros que corrió el pobre antes de que el jabalí se parara en seco al
comprender que aquel perro era todo menos una amenaza para la prole que en
aquel momento, rayona, se alejaba del carrizo justo por el lado opuesto al que
ocupábamos nosotros. Sólo entonces comprendimos lo gravemente distinto que es
correr y huir.
Pistón no ha sido un fuera de
serie porque le ha faltado picardía y maldad y le ha sobrado inocencia, pero sí
es un gran perro de caza y un animal voluntariamente sometido a una servidumbre
de agradecimiento eterno. Al final, a Pistón – aunque es un curtido
superviviente- le ganará la baza la muerte lenta que habita en su enfermedad,
pero estoy seguro de que a pesar de lo amargo del trago, en su memoria última
sólo habrá sitio para la tibieza de la mano que a diario le acaricia, desde
aquel día lejano en que le rescataron de la hambruna, hasta ése en el que se
marche a galopar infatigablemente los rastrojos llenos de paja y codornices que
todavía quedan en los páramos eternos de la otra orilla.
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