domingo, 18 de enero de 2015

Perra vida



Pistón es un pointer blanco y naranja, tallado a escoplo en sus músculos, con porte de atleta maduro que ya peina alguna cana en el morro. Tiene un ojo un tanto bizco que le da a su mirada un aire bisoño, como un si fuera un niño muy viejo que entendiera bien pocas cosas, porque Pistón no es el más listo de la clase, pero todo lo compensa esa forma de querer que tiene tan cargada de agradecimiento.
En las muestras, Pistón se hace mármol, cariátide macho que sostuviera el templo del campo con la mirada de piedra clavada en su horizonte con olor a perdiz. Todo en una perlesía repentina que lejos de debilitar sus músculos los carga de aire comprimido, de corazones a punto de estallar, para correr el miedo de la presa y darle muerte si viene a dientes. Pistón es un perro venido a una vejez impuesta, porque antes de su enfermedad, el sol no le hacía sombra de rápido que cazaba; se olvidada del agua como de la sed y su trajín inmenso por entre aulagares, escobares y rastrojos, tenía mucho de epilepsia, pues cazaba a convulsiones, como cazan lo buenos pointer, levantando la nariz, mascarón de proa en el tajamar del monte hecho velero, buscando olas que tuvieran olor a codorniz, a conejo, o a lo que tocara, que Pistón, por hacer una muestra, se las hace hasta los jabalíes que se amagan en el espesar de un monte o en un tupido carrizo.



Pistón se ha pasado la vida sobreviviendo, que ya lo hizo cuando vino al mundo y fue el único vivo junto a los otros cinco cachorros que venían muertos en el vientre inútilmente fecundo de su madre, todo porque al dueño le dio por desinfectarla cuando ya tenía el vientre muy abultado de vida. Por eso, los cachorros, lo primero que mamaron fue el veneno que los mató a todos, menos a Pistón, que no se enteró de por donde venía el menú y se quedó sin su dosis de zotal.



Los cuatro primeros meses de su vida se los pasó en la perrera de un rehalero, compartiendo aire y pobreza con mastines, podencos campaneros, y algún jabalí que les servía de sparring a éstos y a aquellos. Y en aquellos días no debía sobrar mucha comida a juzgar por las cicatrices que presentaba el perro en la cabeza y en los morros, y a diario debió de jugarse el tipo frente a los matones de la rehala para escamotearles un trozo de pan duro o un caparazón de pollo. Cuando se lo dieron a mi primo Javier, el pobre tiraba a morder cada vez que alguien le arrimaba la mano para acariciarle, y lo hacía con unos dientes amarillentos, como llenos de un sarro que no se lo ganó fumando sino comiendo miseria. Estaba hecho una gavilla de sarmiento atada con piel y del cariño no tenía más idea que la que recién estaba aprendiendo de la mano de Javier, que le dio un atracón de mimos, de compañía y de futuro, y un lugar caliente donde dormir. A Pistón se le abrieron las puertas del cielo cuando la de la cocina se entornó para mostrarle una alfombra vieja, un cubo de agua y un balde hasta arriba de comida, quimera imposible para los perros que vienen de la miseria.



Pistón tardaba en aprender, no sé si por falta de seso o por el miedo que le comía -buitre de pico corvo- cada vez que escuchaba un ruido repentino, una voz agria o un claxon próximo. Pistón veía un perro y se achantaba quedo, se le erizaban los pelos del lomo y amagaba el belfo para enseñar sus colmillos de caries, rogando que el animal pasara de largo para que no viera que detrás de aquel rostro fiero se escondía un alma con piel de gallina. Poco a poco, a cucharadas de ternura fue haciéndose próximo, cariñoso, tontón. Fue cogiendo peso y fuerza, haciéndose mayor en músculos y altura.



Su primer día de caza se lo pasó galopando aulagas y tomillos a dos años luz de su dueño, que le llamaba desde su impotente afonía. Pero a los pointer, ya se sabe, hay que ensancharles los océanos para que tengan sitio bastante para correr, y aquella primera jornada, poco más hizo que espantar un bando de perdices a diez tiros de la mano, ante el desaliento de los que íbamos en ella, que aunque veinte veces menos que él también habíamos caminado lo nuestro por los cerros. Pero a los perros que son cachorros hay que verles las virtudes en los defectos y pronto comprendimos que, a pesar de aquella espantada de las gallinas de pico rojo, aquel perro de mirada un tanto bizca iba a darnos más alegrías que disgustos, porque bajo las esquizofrénicas carreras latían la afición y los vientos de un buen perro de caza. Y así fue, que poco a poco se vino haciendo a la distancia justa, como un halcón manero, porque poco a poco comprendió que sólo mordía caza cuando sonaban disparos y que éstos sólo se escuchaban cuando corría más a lo ancho que a lo largo. Además, aquel primer año mordió mucha caza, que corrió por la parte de Toledo donde todavía abundan perdices y conejos, y esa nubada de piezas, no hay que olvidarlo, es la escuela mejor y más necesaria para que un perro salga bueno.



Los años se sucedieron y Pistón fue templando el hierro ardiente de los pointer para hacerse dúctil a la mano de su amo y poder llenar su memoria con muestras talladas a quietud y con cobros de los de regalarle una magdalena de vuelta a casa. Pero a Pistón no se le apaga la luz de la mala estrella que le alumbró al nacer, y un día, cazando conejos en los escobares apretados de aquellas sierras toledanas, a poco más de cinco metros de las escopetas se arrancó un conejo en el lugar justo para que los plomos, al rebotar en el suelo, buscaran cobijo en su pata trasera, que se hizo manantial de sangre a cada aullido de dolor que daba el animal. Y otra vez a sobrevivir. A todo lo que nos dieron las piernas y el coche le llevamos al veterinario, y en la radiografía contó hasta cuarenta y ocho perdigones que afortunadamente no tocaron hueso ni tendón alguno, y que con el tiempo y desinfectante fueron enquistándose en su cuerpo hasta hacer al perro inhábil para pasar por el detector de un aeropuerto sin levantar sospechas. Menos mal que no le menguaron el movimiento, y al poco, ya andaba trotando de nuevo entre las escobas, buscando aquel conejo que se fue dejándole tan plomado e ingrato recuerdo.



Lo peor de aquel accidente fue que, en los análisis que le hicieron, descubrieron leishmania, esa muerte lenta que pasan en verano los mosquitos de mala fe. A Pistón le llenaron de medicina, con inyecciones diarias para combatir el mal que por lo menos han conseguido frenar su insalubre avance. Pero el perro ha perdido fuelle, como si el cansancio comiera de él cada vez a bocados más grandes, y ha ido cambiando galopes por trotes; y éstos, por pasos cansinos detrás de su dueño cuando el sol aprieta o las horas mueven las agujas del reloj más rato de la cuenta.



Este verano, buscando inútilmente codornices en Guadalajara, dio en intentar olerlas en un carrizo que lindaba de un lado con unos huertos que adornan la ribera del río Dulce y de otro, con un trigal de esos que hoy en día no guardan más paja que la que tienen en el recuerdo de los primeros días del verano, poco antes de cosechar. Al poco, Pistón comenzó a ventear algún miedo animal, pero por los movimientos que hacía con el cuerpo y con la cola, no nos pareció que el olor fuera de codorniz. De pronto (que es la expresión a utilizar cuando se va a contar una muestra) se quedó clavado en una garganta que se abría en la espesura del carrizo, en una parada a la que le faltaba firmeza y que sostuvo sólo unos segundos antes de que apoyara todas la patas en el suelo y comenzara a ladrar.



Desconcertados, nos arrimamos al perro al tiempo que un jabalí enorme botó del carrizo y con la boca abierta y llena de odio comenzó a correr detrás de Pistón, que por un momento se olvidó de la leishmania para correr como lo hacía antaño, cuando era adolescente, pero esta vez haciendo de conejo o de liebre delante de aquel jabalí venido a podenco. Otra vez a sobrevivir, porque fueron más de cien los metros que corrió el pobre antes de que el jabalí se parara en seco al comprender que aquel perro era todo menos una amenaza para la prole que en aquel momento, rayona, se alejaba del carrizo justo por el lado opuesto al que ocupábamos nosotros. Sólo entonces comprendimos lo gravemente distinto que es correr y huir.



Pistón no ha sido un fuera de serie porque le ha faltado picardía y maldad y le ha sobrado inocencia, pero sí es un gran perro de caza y un animal voluntariamente sometido a una servidumbre de agradecimiento eterno. Al final, a Pistón – aunque es un curtido superviviente- le ganará la baza la muerte lenta que habita en su enfermedad, pero estoy seguro de que a pesar de lo amargo del trago, en su memoria última sólo habrá sitio para la tibieza de la mano que a diario le acaricia, desde aquel día lejano en que le rescataron de la hambruna, hasta ése en el que se marche a galopar infatigablemente los rastrojos llenos de paja y codornices que todavía quedan en los páramos eternos de la otra orilla.


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