Increíblemente, algo tan ajeno a
la aspereza de la sierra, al fragor de las ladras, como la concha de un caracol
marino, se ha convertido en un elemento irreemplazable en la iconografía de una
montería.
Las formas del mar la hicieron
cuerno para que el hombre, convertido en el macho alfa de la manada, llamara a
sus perros, los convocara junto a él. Su
sonido es profundo, vibrante, primario, antiguo, puro. Sobrecoge la primera vez
que se escucha porque uno siente la certidumbre de que ese mismo idéntico
sonido ha atravesado la historia desde sus primeros pasos hasta llegar a la
montería de hoy, donde el hombre sigue urdiendo estrategias para dar caza a sus
presas, tal y como lo hacía miles de años atrás, cuando la voz marina de las
caracolas también se entreveraba con el silencio y los sonidos propios del
monte.
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