lunes, 12 de enero de 2015

La mala estrella



 “Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.”

“La familia de Pascual Duarte” Camilo José Cela

 No está bien remover las cenizas de los recuerdos. Menos aún si es un muerto quien lo hace. Pero hoy he salido de las retamas que para los perros quedan del otro lado de la vida para contar mi historia, quizá sólo sea por no olvidarla, que la vida terrenal tampoco es tan corta como para que toda ella quede impresa en la memoria.


Nací, hace ya más de medio siglo, garabita y medio perdiguera, pequeña de talla y blanca de color, aunque algunas manchas oscuras se albergaran en mi lomo como estrellas negras o negros presagios. De mis padres no tengo noticia cierta y de mi infancia sólo algún recuerdo en mis costillas de cuando me enseñaron que a las gallinas no había que morderlas por ser tan de casa como yo. Vivía a medio camino entre el zaguán de caña que daba sombra a una casa enjalbegada con cal y la cuadra donde dormía en invierno al calor de los animales. En verano, prefería el raso del suelo y la cubierta de la noche por todo abrigo, pues en aquel pueblo de Badajoz, el estío era feroz y el calor todo lo llenaba, que no había más descanso a tanto ardor que el que traía la luna y el rocío de la mañana.

Mi amo se llamaba Pascual Duarte, un hombre de palabra corta y gesto hosco, con la mano hábil para la escopeta y también para la navaja, que una y otra andaban siempre como hambrientas de sangre e impacientes cuando callaban, porque en sus manos corría un rumor de venganza, un odio que le nacía del estómago y que a veces le tomaba la voluntad hasta moldearla a su medida. Pocas fueron las caricias que de él recibí, pero a los perros nos puede la querencia que dan las sobras y nos basta con casi nada, y con él estuve siempre, absurdamente fiel como tanto perros a sus amos, hasta aquel día en el que su mala sangre acabó con mi vida.

Bien pronto me sacó al campo a cazar, y no debí hacerlo mal, porque el primer día ya le espanté dos conejos de una zarza y luego de morderlos sentí a través de su carne todavía caliente que los colmillos estaban por algo – en eso no era tan distinta al amo-. Los perros de caza vemos antes en la aulaga la vida que esconde que los pinchos que la protegen; y a ellas nos metemos, aunque no saquemos más fruto que alguna matadura en los hocicos y en los párpados, más de una postilla por lo punzante de su leña gris.

Fueron pasando los días y cada vez le cogía más el gusto al monte y el amo me lo tomaba a mí. Y ya no era raro que su mano buscara mis orejas para acariciarlas cada vez que, de vuelta a casa, sentaba su silencio en una piedra redonda y achatada que quedaba en el cruce de un camino y en la que le gustaba sentarse, para ver cómo el tiempo se deshacía en las volutas de humo de un cigarro que sus manos liaban con la lentitud del que no sabe de relojes.

El amo no disparaba más que al pelo porque los pájaros, decía, no valían en carne la pólvora de un cartucho y como éstos siempre andaban escasos en la canana, prefería jugárselos con piezas de más peso en la despensa. Sin embargo, un día mi amo no se sujetó con una perdiz que le mostré y la disparó en vuelo para dejarla alicorta.

-          Por tus muertos, Chispa, búscala que te arranco el alma si la pierdes.

Y yo, que ya había aprendido a no echar a barato sus amenazas, metí la nariz al suelo rogando al Dios de los perros que me diera un viento propicio; y bajo un espesar de jarales me afané hasta que tenue, apenas perceptible, me llegó el olor de la agonía del pájaro, que apeonaba su miedo de animal herido unos metros más allá. Cuando todavía viva se la llevé en la boca, las manos del amo se multiplicaron para llenarme la cabeza con sus caricias toscas, primitivas. Sentí sus dedos correr sobre mi lomo, ásperos de la azada y cuarteados de recoger aceitunas en los días de hielo; y lo hizo con una dulzura impropia de su mala sangre, torpemente, como seguramente manoseara en las oscuras tardes de invierno los pechos desabridos de Lola, su mujer. Sin embargo, a los hijos del hambre, como yo, el peor mendrugo nos sabe a miel y recuerdo aquel día con un entusiasmo que el amo nunca mereció.

Muy distinta fue aquella noche de enero que el hielo tomó como si fuera suya. Bien pronto me fui a la cuadra buscando el calor animal de las bestias, que me comía el frío los huesos por ser yo perra fácil de tiritera y de pelo tirando a ralo. Por la tarde hubo mucho jaleo en la casa, voces de gente que no reconocía, lamentos y gritos de mujer. Olía a miedo y a dolor humano, por eso también me recogí pronto, no fueran a ver en mí la causa de tanto desasosiego. Al rato sentí al amo llegar de la cantina, no sé por qué algo me dijo que no saliera aquella noche a buscarle. Se redoblaron los lamentos de las mujeres pero el amo no levantó la voz. Al poco, sentí que la puerta de la cuadra se abría. Entró el amo y buscó a la yegua con la mirada. Fue hacia ella y abrió la navaja. Todo fue caudal de sangre y odio vuelto sudor. La paja fue brutalmente anegada de rojo. Después supe que la yegua había descabalgado a la mujer del amo y que en la caída la mujer había perdido el cachorro que llevaba en las entrañas.

Al amo le comió el silencio y yo apenas me atrevía a acercarme a él, sólo de lejos le seguía cuando iba a pescar angulas al regato que quedaba cerca de la raya de Portugal o cuando iba a recoger aceitunas, que por entonces era tiempo de cosecha.

-          Chispa, no me mires así que el día menos pensado vas tú detrás.

Con el tiempo el amo fue cogiendo otra vez el pulso al campo y otra vez salimos a cazar. En el verano pescaba codornices en los rastrojos con el trasmallo que usaba en el regato. Imitaba el canto de la hembra ayudado de un reclamo que le regaló el cura, que también era aficionado a la caza y que no sabía cómo llevar al amo a la iglesia. Al canto fingido de la hembra venían los machos enardecidos que perdían la libertad y la vida cuando descubrían demasiado tarde el engaño y caían en la red.

-          Pascual, el otro día vimos a tu perra en lo del marqués, ándate al quite que un día te vemos también a ti.

De vez en cuando, el amo y yo nos metíamos en la finca del marqués, a un pastizal que era caliente para las liebres en los días de hielo. Y no era difícil ventear tres o cuatro y hacerlas correr hacia la escopeta. Pero esos días al amo se le veía tenso, por si la Guardia Civil.

Poco a poco, parecía como si el olvido le fuera limpiando al amo toda la sangre derramada. La vida fue haciéndose otra vez cotidiana. La mujer quedó de nuevo encinta y a mí me preñó un perro negro que me montó un día de los que la Naturaleza me dio para recibir semilla. La vida renovada alegró la casa, aunque de mis cachorros todos desaparecieron un día menos una perrilla blanquinegra y pizpireta que me secaba de leche las tetas para que no me dolieran. A los pocos meses ya vino con un ratón muerto en los dientes y en ella adiviné la misma pasión que a mí me ganaba en el monte. Que la afición a la caza, como la mala sangre, también se hereda de padres a hijos.

Un día nos siguió al amo y a mí cuando íbamos de caza. Sin embargo, por más que le buscábamos las vueltas a los conejos, éstos parecían que nos olían de lejos y se embocaban bajo tierra a la primera asomada. La cachorrilla no hacía pereza para buscarle las espinas a las zarzas y el amo, aunque no disparó, parecía contento sólo con nuestro esfuerzo. Con el morral vacío nos dimos la vuelta camino a casa. Como siempre, al llegar al último cruce, el amo paró en la piedra redonda y achatada en la que siempre se sentaba. Sacó un pedazo de pan y otro de tocino, abrió la navaja y comió lentamente. Después partió un trozo de tocino en dos mitades y nos lo dio. Lo cogí en el aire. Después otro; tampoco lo dejé caer al suelo. La cachorra y yo le mirábamos incrédulas y hambrientas sin mover nuestra mirada de la suya. Él me miraba sólo a mí, fijamente. Cerró la navaja y guardó el pan. Limpió sus manos en el pantalón. Seguía mirándome inmutable. Sin levantarse, cogió la escopeta que estaba apoyada en una zarza cercana. Metió un cartucho y la cerró. Los dos sin dejar de mirarnos. Se echó la escopeta a la cara y disparó.  Creo que ni él sabrá el porqué.


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