“Los
mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos
creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en
destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.”
“La familia de Pascual
Duarte” Camilo José Cela
No está bien remover las cenizas
de los recuerdos. Menos aún si es un muerto quien lo hace. Pero hoy he salido
de las retamas que para los perros quedan del otro lado de la vida para contar
mi historia, quizá sólo sea por no olvidarla, que la vida terrenal tampoco es
tan corta como para que toda ella quede impresa en la memoria.
Nací, hace ya más de medio siglo,
garabita y medio perdiguera, pequeña de talla y blanca de color, aunque algunas
manchas oscuras se albergaran en mi lomo como estrellas negras o negros
presagios. De mis padres no tengo noticia cierta y de mi infancia sólo algún
recuerdo en mis costillas de cuando me enseñaron que a las gallinas no había
que morderlas por ser tan de casa como yo. Vivía a medio camino entre el zaguán
de caña que daba sombra a una casa enjalbegada con cal y la cuadra donde dormía
en invierno al calor de los animales. En verano, prefería el raso del suelo y
la cubierta de la noche por todo abrigo, pues en aquel pueblo de Badajoz, el
estío era feroz y el calor todo lo llenaba, que no había más descanso a tanto
ardor que el que traía la luna y el rocío de la mañana.
Mi amo se llamaba Pascual Duarte,
un hombre de palabra corta y gesto hosco, con la mano hábil para la escopeta y
también para la navaja, que una y otra andaban siempre como hambrientas de
sangre e impacientes cuando callaban, porque en sus manos corría un rumor de
venganza, un odio que le nacía del estómago y que a veces le tomaba la voluntad
hasta moldearla a su medida. Pocas fueron las caricias que de él recibí, pero a
los perros nos puede la querencia que dan las sobras y nos basta con casi nada,
y con él estuve siempre, absurdamente fiel como tanto perros a sus amos, hasta
aquel día en el que su mala sangre acabó con mi vida.
Bien pronto me sacó al campo a
cazar, y no debí hacerlo mal, porque el primer día ya le espanté dos conejos de
una zarza y luego de morderlos sentí a través de su carne todavía caliente que
los colmillos estaban por algo – en eso no era tan distinta al amo-. Los perros
de caza vemos antes en la aulaga la vida que esconde que los pinchos que la
protegen; y a ellas nos metemos, aunque no saquemos más fruto que alguna
matadura en los hocicos y en los párpados, más de una postilla por lo punzante
de su leña gris.
Fueron pasando los días y cada vez
le cogía más el gusto al monte y el amo me lo tomaba a mí. Y ya no era raro que
su mano buscara mis orejas para acariciarlas cada vez que, de vuelta a casa,
sentaba su silencio en una piedra redonda y achatada que quedaba en el cruce de
un camino y en la que le gustaba sentarse, para ver cómo el tiempo se deshacía
en las volutas de humo de un cigarro que sus manos liaban con la lentitud del
que no sabe de relojes.
El amo no disparaba más que al
pelo porque los pájaros, decía, no valían en carne la pólvora de un cartucho y
como éstos siempre andaban escasos en la canana, prefería jugárselos con piezas
de más peso en la despensa. Sin embargo, un día mi amo no se sujetó con una
perdiz que le mostré y la disparó en vuelo para dejarla alicorta.
-
Por tus muertos, Chispa, búscala que te arranco el
alma si la pierdes.
Y yo, que ya había aprendido a no
echar a barato sus amenazas, metí la nariz al suelo rogando al Dios de los perros
que me diera un viento propicio; y bajo un espesar de jarales me afané hasta
que tenue, apenas perceptible, me llegó el olor de la agonía del pájaro, que
apeonaba su miedo de animal herido unos metros más allá. Cuando todavía viva se
la llevé en la boca, las manos del amo se multiplicaron para llenarme la cabeza
con sus caricias toscas, primitivas. Sentí sus dedos correr sobre mi lomo,
ásperos de la azada y cuarteados de recoger aceitunas en los días de hielo; y
lo hizo con una dulzura impropia de su mala sangre, torpemente, como
seguramente manoseara en las oscuras tardes de invierno los pechos desabridos
de Lola, su mujer. Sin embargo, a los hijos del hambre, como yo, el peor
mendrugo nos sabe a miel y recuerdo aquel día con un entusiasmo que el amo
nunca mereció.
Muy distinta fue aquella noche de
enero que el hielo tomó como si fuera suya. Bien pronto me fui a la cuadra
buscando el calor animal de las bestias, que me comía el frío los huesos por
ser yo perra fácil de tiritera y de pelo tirando a ralo. Por la tarde hubo
mucho jaleo en la casa, voces de gente que no reconocía, lamentos y gritos de
mujer. Olía a miedo y a dolor humano, por eso también me recogí pronto, no
fueran a ver en mí la causa de tanto desasosiego. Al rato sentí al amo llegar
de la cantina, no sé por qué algo me dijo que no saliera aquella noche a
buscarle. Se redoblaron los lamentos de las mujeres pero el amo no levantó la
voz. Al poco, sentí que la puerta de la cuadra se abría. Entró el amo y buscó a
la yegua con la mirada. Fue hacia ella y abrió la navaja. Todo fue caudal de
sangre y odio vuelto sudor. La paja fue brutalmente anegada de rojo. Después
supe que la yegua había descabalgado a la mujer del amo y que en la caída la
mujer había perdido el cachorro que llevaba en las entrañas.
Al amo le comió el silencio y yo
apenas me atrevía a acercarme a él, sólo de lejos le seguía cuando iba a pescar
angulas al regato que quedaba cerca de la raya de Portugal o cuando iba a
recoger aceitunas, que por entonces era tiempo de cosecha.
-
Chispa, no me mires así que el día menos pensado vas tú detrás.
Con el tiempo el amo fue cogiendo
otra vez el pulso al campo y otra vez salimos a cazar. En el verano pescaba
codornices en los rastrojos con el trasmallo que usaba en el regato. Imitaba el
canto de la hembra ayudado de un reclamo que le regaló el cura, que también era
aficionado a la caza y que no sabía cómo llevar al amo a la iglesia. Al canto
fingido de la hembra venían los machos enardecidos que perdían la libertad y la
vida cuando descubrían demasiado tarde el engaño y caían en la red.
-
Pascual, el otro día vimos a tu perra en lo del
marqués, ándate al quite que un día te vemos también a ti.
De vez en cuando, el amo y yo nos
metíamos en la finca del marqués, a un pastizal que era caliente para las liebres
en los días de hielo. Y no era difícil ventear tres o cuatro y hacerlas correr
hacia la escopeta. Pero esos días al amo se le veía tenso, por si la Guardia
Civil.
Poco a poco, parecía como si el
olvido le fuera limpiando al amo toda la sangre derramada. La vida fue
haciéndose otra vez cotidiana. La mujer quedó de nuevo encinta y a mí me preñó
un perro negro que me montó un día de los que la Naturaleza me dio para recibir
semilla. La vida renovada alegró la casa, aunque de mis cachorros todos desaparecieron
un día menos una perrilla blanquinegra y pizpireta que me secaba de leche las
tetas para que no me dolieran. A los pocos meses ya vino con un ratón muerto en
los dientes y en ella adiviné la misma pasión que a mí me ganaba en el monte.
Que la afición a la caza, como la mala sangre, también se hereda de padres a
hijos.
Un día nos siguió al amo y a mí
cuando íbamos de caza. Sin embargo, por más que le buscábamos las vueltas a los
conejos, éstos parecían que nos olían de lejos y se embocaban bajo tierra a la
primera asomada. La cachorrilla no hacía pereza para buscarle las espinas a las
zarzas y el amo, aunque no disparó, parecía contento sólo con nuestro esfuerzo.
Con el morral vacío nos dimos la vuelta camino a casa. Como siempre, al llegar
al último cruce, el amo paró en la piedra redonda y achatada en la que siempre
se sentaba. Sacó un pedazo de pan y otro de tocino, abrió la navaja y comió
lentamente. Después partió un trozo de tocino en dos mitades y nos lo dio. Lo
cogí en el aire. Después otro; tampoco lo dejé caer al suelo. La cachorra y yo
le mirábamos incrédulas y hambrientas sin mover nuestra mirada de la suya. Él
me miraba sólo a mí, fijamente. Cerró la navaja y guardó el pan. Limpió sus
manos en el pantalón. Seguía mirándome inmutable. Sin levantarse, cogió la
escopeta que estaba apoyada en una zarza cercana. Metió un cartucho y la cerró.
Los dos sin dejar de mirarnos. Se echó la escopeta a la cara y disparó. Creo que ni él sabrá el porqué.
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