martes, 27 de enero de 2015

Cantos de sirena



Old longings nomadic leap,                                                   
Chafing at custom's chain;
Again from its brumal sleep
Wakens the ferine strain.




Jack London (“The call of the wild”)



Nostalgias inmemoriales de nomadismo brotan

debilitando la esclavitud del hábito

de su sueño invernal despierta otra vez,

feroz, la tensión salvaje.


Jack London (“La llamada de la selva”)



Tendría un año cuando llegó a la perrera. Era uno de los cinco cachorros que parió una mastina blanca que vino preñada del monte, donde cuidaba los terneros de un aldeano que los tenía allá arriba, justo en la linde donde la espesura del bosque amojona los últimos prados. Su dueño lo trajo al pueblo después de la desgracia.
De una atacada los lobos le mataron a dos terneros recién paridos y dejaron mordidas a más de una vaca. Cuentan que aquel día, de lejos se veía la hierba del prado ajironada con un zarpazo de regueros rojos, que es el color que tienen las huellas que deja la muerte cuando pasa violentamente. Dicen también que había un silencio espeso y ni siquiera el viento pudo con él; y al vaquero se le debió meter en los huesos, porque luego de aquel día apenas abría la boca para hablar. Cosas del infortunio. 



Cuando nacieron los cachorros el dueño mató a todos menos a éste. Nadie sabe bien ni por qué acabó con la vida de sus hermanos, ni tampoco por qué dejo uno vivo. Creció amamantado por un caudal de leche excesiva que lo dio a sus entrañas la fortaleza que tienen los supervivientes. Buck, que así se llamaba, gastaba un pelaje raro, medio gris y medio blanco, impropio de un mastín; tenía las orejas como queriéndosele poner de punta y el morro tirando a afilado, sin la anchura que tiene el de los mastines que no llevan más sangre que la propia de su especie. El cachorro creció fuerte, se hizo grande y pronto comenzó a gallear entre las perras del pueblo que entraban en celo. Cuentan que fue él quien mató a dos ovejas una noche de luna. No sé qué hay de cierto en eso, pero sí sé que al día siguiente su dueño lo regaló al nuestro, para que fuera uno más en la rehala.



Los primeros días en la perrera estuvo hosco, como resentido por tanta reja, apenas salía del rincón que se hizo en la paja que teníamos por colchón. Un par de semanas después de su llegada, el amo estuvo dos días sin venir por la perrera, los mismos que nosotros estuvimos sin probar bocado. Cuando por fin llegó se nos avivaron las hambres, porque el amo, entonces, era sobre todo comida y carreras en el patio y un aliviadero para la soledad que tienen las tardes de invierno. Nos abalanzamos sobre el cuenco de comida. Fue entonces cuando a Buck se le amagaron los belfos y se le metió la muerte en la mirada, gruñó con una confianza de perro grande, que nos hizo apartarnos a todos y que sirvió para dejar claro que él era el jefe y que por eso comería primero. Uno de los perros amastinados le aceptó el guante y en la pelea, a Buck se le llenaron pronto los colmillos de sangre. Sólo cuando el otro perro quedó inerte soltó la mordida. Yo, que soy un podenco más bien cobardón, aquel día comí sobras y más bien pocas. El amo se había ido y no vio nada de lo ocurrido hasta el día siguiente, cuando se encontró al perro muerto. Enseguida buscó a Buck con la mirada y supo que había sido él. Hoy sé el porqué de esa certeza.



Pasaron los días hasta aquél en que el amo nos sacó por vez primera a cazar. Por entre las hojas de un quejigal espeso, de nuevo vi la mirada negra de Buck, fue mientras sujetaba a un jabalí por la careta, diente contra diente, apretando con la mordida para romper el hilo tenue que separa la vida de la muerte. El amo remató a cuchillo al jabalí y cuando fue a acariciar a Buck, éste le rehuyó la mano y siguió cazando, buscando nuevas carnes, nueva sangre. También a la muerte se le coge el gusto, eso lo saben bien los asesinos y los lobos.



Aquel día, al recoger, Buck fue el último en llegar, venía con la cara llena de sangre y subió al furgón a regañadientes, como si hubiera dejado a su corazón aullando a la palidez que tiene la luna cuando se la mira desde dentro del monte.



El domingo siguiente también fuimos de caza. Era una mancha muy espesa que no quedaba lejos de donde los lobos habían carneado a los terneros. Pronto dimos con un rastro claro de jabalí: delante de nosotros buscaba el corazón del monte para esconderse en su espesura. Éramos siete los perros que le seguíamos, los cinco que compartíamos jaula con Buck y dos más que se unieron al rastro. Poco a poco fuimos poniendo distancia con el amo, el toque de su cuerno era cada vez más lejano. Dejó de oírse. Hubo un momento en el que perdimos el olor del guarro y nos detuvimos. Los dos perros que no eran de nuestra jaula se dieron la vuelta para buscar la llamada del amo. Buck nos miró con un lobo dentro de los ojos. Siguió adelante y nosotros le seguimos.



Al jabalí le perdimos el rastro y la libertad de la primera noche la disfrutamos al raso, sintiendo en los lomos el amanecer de la escarcha; y en el corazón, un aliento nuevo, como una adolescencia que nunca antes habíamos sentido. Pero a tanta libertad le tomó el paso el hambre, que llevábamos muchas horas sin comer; y no hay sitio para la esperanza ni para el futuro cuando aprieta la gana. Todo entonces se vuelven urgencias para encontrar alimento. Otro día más pasó sin que nos atreviéramos a salir del monte.  Fue a la noche siguiente cuando bajamos al pueblo, allí donde las luces parpadeaban promisorias de comida.



Resultó extraño matar la primera oveja. Su piel, a pesar de la lana, era mucho más blanda que la del jabalí. No sé cuántas matamos la primera noche, desde luego bastante más que las que necesitábamos para comer, pero a los colmillos les ocurre que tienen su propia inercia y cuando se llenan de sangre son difíciles de parar. El terror de las ovejas da balidos de pánico y aquella chillería espoleaba aún más las ganas de muerte que nos habían tomado las mandíbulas. A Buck se le veía crecido, en la cresta de una ola de sangre, dejándose hacer por el lobo que le habitaba. Los demás éramos sólo su réplica domesticada, el ruido que acompaña al viento.



Comenzamos a devorar unas entrañas que todavía estaban calientes. Resultaba extraño comer algo tibio. Había que tragar con urgencia, la que da el  hambre y la certeza de que aquella sarracina tenía un precio y que lo mejor era salir de allí cuanto antes para no tener pagarlo. Con el estómago lleno volvimos al monte, a lo espeso, lejos de los hombres y de las bestias domesticadas, lejos de las cadenas y de lo inventado. Entonces sí, el corazón se nos llenó de latidos nuevos, de futuro inmediato.



Tardamos dos o tres días -no recuerdo bien- en volver a atacar. Esta vez lo hicimos en otro caserío que no andaba lejos. Igual que la primera vez, dejamos en el camino un reguero de sangre inútil, no aprovechada; un exceso de muerte que no venía a cuento pero que no podíamos evitar, porque Buck nos arrastraba a todos en su forma de hacer y de matar. Así fueron pasando las semanas: la comida estaba a la mano y el monte también. Todo comenzaba a resultar demasiado fácil. Pronto comprendimos que habría que repetir cazadero y que eso haría mucho más peligroso el ataque.  Una noche, los mastines que cuidaban un rebaño mataron a uno de los nuestros. No pudimos defenderle porque ya se oían las voces de los hombres que corrían a la barahúnda, escopeta en mano.



Pasamos muchos días sin salir del monte, comiendo algún conejo que conseguíamos levantar lejos de su vivar. Teníamos la certeza de que nos estaban esperando para matarnos. El hambre se hizo una garrapata más de las que nos habían regalado las ovejas. Aprovechábamos la noche y la primera y la última luz para buscar comida, el resto del día, nos escondíamos en una vieja paridera que aún daba algo de refugio y muy poco calor.



Una mañana, Buck levantó la cabeza y las orejas, después lo hicimos nosotros.  Apenas perceptible, escuchamos el ruido de un motor; luego otro; venían bullendo de ladridos por dentro. De sobra sabíamos de qué se trataba y pronto comprendimos que nosotros éramos el trofeo que buscaban. Salimos de la paridera por una quebrada que daba a un espesar, tratando de alcanzar la  garganta que hacía de puerta al valle contiguo. Tuvimos que parar porque de allí venía el aire con olor a hombre. Dimos la vuelta para intentar cruzar por la cuerda de arriba, donde casi siempre hay nieve. Lo mismo: un olor humano nos detuvo. Pronto supimos que teníamos cerradas las salidas y que los perros no tardarían en llegar y en ventear el olor a lobo que nos había ganado las carnes y la pelambre. Ya no éramos de los suyos porque nos habíamos arrancado la pátina de esclavo que tienen todos los perros. Venían todos con un lazo amarillo en el collar, para evitar errores.



A Buck lo carnearon tres mastines y un cuchillo. A los demás, los fueron baleando uno a uno, cuando trataban de escapar de aquel monte venido a infierno por los disparos y los ladridos. Como pude, traté de salir por donde habían soltado a los perros, en una huída hacia atrás. Ya veía los furgones cuando me llegó nítido el olor del amo y vi el reflejo del sol en el visor de su rifle. Sonó un disparo y un dolor inmenso en la pata trasera me derrumbó. Vi cómo se acercaba a mí. Nos miramos. Acercó su mano a mi lomo. No pude morderle, el amo estaba llorando. Me cogió en brazos y me llevó hasta el furgón. Fue entonces cuando sacó de su abrigo un lazo amarillo y lo anudó al collar que todavía llevaba puesto y que durante aquellos días en el monte no me pude arrancar.





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