A Homero, q.e.p.d.
Argos no fue el perro de
ningún héroe, al menos de esos héroes épicos a quienes la Historia y los libros
pone una espada en la mano o una hazaña en su vida. El que luego fue su amo era
un hombre solo, en nada distinto a tantos otros de los que habitan las calles
de una gran ciudad, con su cuota alícuota de temores y de hastíos y con una
forma callada y casi secreta de felicidad, la que le daban sus pies cuando
pisaban tierra en lugar de asfalto para ir a cazar.