lunes, 9 de febrero de 2015

La maldición de los cuquilleros



 mí me gusta cazar con perro. Pienso que el cazador sólo va entero si tiene al perro con él. Aunque alguno no lo crea, cazador y perro, durante la caza, pierden la mitad de la sustancia cuando el otro falta, por ser dos que se hacen uno solo al olor de jaras y aulagas. También digo que hago esencial el tiro y que, para serlo, ha de tener algún decoro, bien porque la distancia sea mucha, el movimiento rápido, o el tiempo para hacerlo casi no exista.
  
El cuquillero tiene un perro que se transforma en perdiz para hacer de su jaula una plaza para el desafío, para el galleo mortal de quien recoja el guante. Los perros que gastan los cuquilleros tienen el pico y las patas rojas y rompen el monte con su canto de macho encendido. Cuando se caza con el pájaro, además, es cuando el campo se rompe de primavera, enardece su sexo sólo por llenarlo de vida antes del estío. El trago de monte que bebe el cuquillero no lo catamos nunca los que cazamos en el otoño y en el invierno. Entiendo, por tal razón, que los amantes de la jaula sean adictos a ella, porque pocas cosas imagino tan embriagantes como la aproximación al tollo de un macho pendenciero o de una hembra cautivada por la hombría de una voz nueva. La entrada en plaza de la pieza debe ser – nunca he ido a cazar con reclamo – algo así como una especie de orgasmo cinegético. Ver a la perdiz gallear cerca del tángalo dejándose llevar por la primavera para el duelo o para la cópula; sentir que el apogeo de la vida tiene su contrapunto mortal en la escopeta cercana, es un filo hiriente por el que es imposible no pasar el dedo.

Sin embargo, todo acto de caza exige un final de pólvora que lo lacre en la memoria del cazador; y ahí es donde a mi entender tiene la cojera el reclamo. Y es que la guinda de este pastel no está a la altura de su hechura: disparar con perdigones a una distancia corta y sobre un blanco prácticamente inmóvil tiene de todo menos mérito. El tiro no está a la altura ni del pájaro de la jaula ni del que entra en plaza, tampoco de la primavera que aviva los pulmones de los dos. Por eso digo que los cuquilleros sufren una maldición, porque no puede dejar de ser decepcionante que el punto final a tanta belleza sea un disparo al que se le priva de la incertidumbre del acierto.

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