mí me gusta cazar con perro.
Pienso que el cazador sólo va entero si tiene al perro con él. Aunque alguno no
lo crea, cazador y perro, durante la caza, pierden la mitad de la sustancia
cuando el otro falta, por ser dos que se hacen uno solo al olor de jaras y
aulagas. También digo que hago esencial el tiro y que, para serlo, ha de tener
algún decoro, bien porque la distancia sea mucha, el movimiento rápido, o el
tiempo para hacerlo casi no exista.
El cuquillero tiene un perro que
se transforma en perdiz para hacer de su jaula una plaza para el desafío, para
el galleo mortal de quien recoja el guante. Los perros que gastan los
cuquilleros tienen el pico y las patas rojas y rompen el monte con su canto de
macho encendido. Cuando se caza con el pájaro, además, es cuando el campo se
rompe de primavera, enardece su sexo sólo por llenarlo de vida antes del estío.
El trago de monte que bebe el cuquillero no lo catamos nunca los que cazamos en
el otoño y en el invierno. Entiendo, por tal razón, que los amantes de la jaula
sean adictos a ella, porque pocas cosas imagino tan embriagantes como la
aproximación al tollo de un macho pendenciero o de una hembra cautivada por la
hombría de una voz nueva. La entrada en plaza de la pieza debe ser – nunca he
ido a cazar con reclamo – algo así como una especie de orgasmo cinegético. Ver
a la perdiz gallear cerca del tángalo dejándose llevar por la primavera para el
duelo o para la cópula; sentir que el apogeo de la vida tiene su contrapunto
mortal en la escopeta cercana, es un filo hiriente por el que es imposible no
pasar el dedo.
Sin embargo, todo acto de caza
exige un final de pólvora que lo lacre en la memoria del cazador; y ahí es
donde a mi entender tiene la cojera el reclamo. Y es que la guinda de este
pastel no está a la altura de su hechura: disparar con perdigones a una
distancia corta y sobre un blanco prácticamente inmóvil tiene de todo menos
mérito. El tiro no está a la altura ni del pájaro de la jaula ni del que entra
en plaza, tampoco de la primavera que aviva los pulmones de los dos. Por eso
digo que los cuquilleros sufren una maldición, porque no puede dejar de ser
decepcionante que el punto final a tanta belleza sea un disparo al que se le
priva de la incertidumbre del acierto.
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