Nocturno
(Rafael Alberti)
Mientras escribo este artículo el Valencia C.F. va ganando
2-0 al Olympique de Marsella en la final de la Copa de la UEFA, los monumentos
de Madrid se engalanan de violetas y ocres para el acontecimiento del siglo;
Pertegaz afirma rotundo que la novia está encantada con el traje; se siente el
pálpito de júbilo porque Madrid puede ser sede olímpica. La terrible inmensidad
de lo simultáneo me dice al oído que todavía andan calientes los cadáveres de
cuarenta y un iraquíes masacrados por la aviación norteamericana mientras
celebraban una boda y diez cadáveres palestinos nunca comprenderán por qué los
Black Hawck del ejército israelí – palomas negras de la paz de Sharon-
dispararon sus misiles contra una muchedumbre que se manifestaba sin más armas
que sus gargantas.
En el Primer Mundo tiene más sustancia como noticia un ramo de novia que el cadáver mutilado de un niño. Qué tristeza me acompaña; qué difícil se me hace escribir sobre caza un día como hoy.
En el Primer Mundo tiene más sustancia como noticia un ramo de novia que el cadáver mutilado de un niño. Qué tristeza me acompaña; qué difícil se me hace escribir sobre caza un día como hoy.
Parece que el mundo se hubiera vuelto del revés. De esta
locura de la sociedad occidental tampoco se escapan palomas, conejos o perdices, pues parecen
contagiados de este sinsentido que nos lleva como una mala corriente a
comportamientos que hace no muchos años resultarían absurdos. Las torcaces se han hecho fuertes en los
parques de la capital, se dejan arrimar y no se asustan más que lo
imprescindible. Por entre los rascacielos de Azca cruza a diario la sombra de
los halcones y en el nudo de Manoteras, en la M-30, no es difícil ver, al amanecer, algún conejo
de bolo mirando el atasco cotidiano de los coches.
Me cuentan que por los márgenes de la autopista M-40 y cerca
de las verjas de los polígonos industriales de la carretera de Toledo, verdean
las parejas de perdices buscando su celo próximo y las liebres andan
correteando enardecidas de sexo por entre los coches muertos de los desguaces.
En la paramera alcarreña, me consta que las perdices buscan el arrimo de las
gasolineras y los andenes de la N-II para escaparse de las escopetas; y en el
Pardo, los jabalíes comen sin más recato que el que les da la noche los
macarrones que sobraron en las casas de las urbanizaciones cercanas.
Parece que alguien les hubiera dicho al oído que la mejor
manera de escapar del hombre y de su mano mortal es arrimarse a las querencias
que le son propias, como esos jabalíes viejos y resabiados que rompiendo la
lógica de la supervivencia huyen hacia la suelta, allí donde el motor de los
furgones está todavía caliente y huele fresco el olor de los zahones y del
cigarro del rehalero.
La vida se abre paso a pesar de que la razón empuje hacia
otro lado, le vale un argumento absurdo si éste le permite seguir su marcha
contra reloj. De ahí que las ciudades y sus arrabales estén siendo lentamente
colonizadas por los habitantes de los páramos y de los montes; de ahí que
podamos comer tres veces al día sin que se nos caiga la cara de vergüenza cada
vez que encendemos la televisión, abrimos un periódico, o nos ponemos a
escribir un artículo sobre caza rodeado por los pétalos sangrientos de un ramo
de novia.
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