A mi primo Javier
No me pregunten la razón, porque ni yo, ni ningún perro de
los que nacemos con afición, sabría explicar qué arcana urdimbre genética nos
lleva tras las huellas de la caza. Basta con pisar un olivar o un rastrojo;
sobra con oler las hojas pegajosas de las jaras, para que algo dentro se
active, un automatismo predador al que nos entregamos con la misma pasión con
la que buscamos comida cuando hay hambre; la espalda de las perras, cuando toca
a rebato el campanario del celo; o la mordida brutal, cuando otro macho nos
tienta de más.
A todos estos dictados de la selva los bracos alemanes
somos muy obedientes, por eso nunca le volvemos la cara a unas sobras, a una
hembra que venga alta, o a otro macho que quiera gallear lo que consideramos
nuestro. Somos perros fuertes, muy fuertes, dicen que en las raíces de los
Dobermann también hay sangre de braco; no sé si esto es parte de la leyenda
sangrienta que acompañan a estos perros – de los que hoy apenas se ven por las
calles- o si hay algo de cierto en la historia, lo que sí sé es que los bracos,
sobre todo los machos, no somos perros de mucha paciencia y tenemos la bronca
fácil, y nos cuesta bien poco tirar de dientes si algún perro nos mira sin
obediencia o pretende lo que consideramos nuestro. Con las personas es distinto
y no tenemos maldad alguna, quizá sea porque tenemos claro qué sitio tiene cada
uno en la vida. A mí, al menos, ya nunca se me ocurre cuestionar al hombre
porque las veces que lo he hecho, desobedeciéndole, me han costado muchos malos
recuerdos y alguna que otra postilla en los riñones.
Cuando llegué a la perrera tendría unos seis meses, me
encontraron callejeando las calles de un pueblo de Alicante, perdido,
hambriento, asustado. Supongo que a la chica que me recogió le pudo mi mirada
de cachorro. Yo creo que todos los cachorros tienen en los ojos un arma cargada
de ternura arrojadiza, que aunque no siempre, la mayoría de las veces funciona
y nos da una victoria de hogar y sopas de leche que vale para seguir vivos y hacernos
grandes. También es cierto que yo era un cachorro muy bonito – y eso tuvo que
ayudar –; tenía el lomo vestido por un manto de pelo marrón jaspeado de blanco,
que se oscurecía al llegar a la cabeza para volverse abrir a los tonos claros
en el morro y en las patas; el rabo lo tenía cortado a poco menos de media
altura, expresivo en la alegría y en la sumisión, dispuesto a inmovilizarse
como un dedo acusatorio y delator en los lances de caza. Yo creo que los perros
tenemos la palabra en el rabo; lo digo porque de él nos valemos para hacernos
entender las más de las veces. Además, tenía los ojos verdes y no le hacía
ascos a ninguna mano que viniera a acariciarme, yo creo que eso fue lo que más
ayudo a que ella me buscara un hogar en la perrera de su amigo el cazador.
Quizá por eso me llamaron Fortu, de “afortunado”.
Eso sería por el mes de
junio, más o menos, recuerdo que
comenzaba a hacer calor, pero acostumbrado al de Alicante, el calor de aquel
pueblo de Guadalajara era muy llevadero, sobre todo porque a la perrera le daba
cobijo un nogal añoso, y el que sabe un poco de sombras tiene muy claro que
ninguna refresca tanto como la del nogal o la de la higuera. Conocí a mis
compañeros: dos bretones, Capri y Kazán, y una podenca portuguesa que se
llamaba Carmela y que fue la que mejor me trató, a lo mejor era sólo porque no
había pasado mucho tiempo desde que le
quitaran los cachorros que parió tras el celo de febrero y tenía la maternidad
demasiado reciente como para olvidarla conmigo. Los otros dos machos me
acogieron con cierta indiferencia; Capri, el más viejo, pronto me dejó claro
que a él no se le discutía ni la comida ni las hembras y que juegos con él, los
justos.
Un día de los de agosto, el amo vino y después de limpiar
la perrera estuvo un buen rato rapando a los bretones como si fueran ovejas. Puso mucho tiempo en
quitarles los rizos que rodeaban el rabo y se detuvo especialmente en la
pelambre que tenían entre los dedos de las patas y en las orejas. Yo no entendía
el porqué de aquella manía; por si acaso, me pegué a Carmela y miré de lejos
cómo los bretones se dejaban hacer y cómo de cuando en cuando soltaban algún
chillido, que el amo, todo la habilidad que tenía con la escopeta se le hacía
torpeza cuando se metía a peluquero, y varias veces calculó mal con la tijera y
cortó más de la cuenta.
Aquello lo entendí como un castigo pero por más que le
buscaba la causa no alcanzaba a comprender nada; menos aún el porqué los
bretones, después de aquel malquerer, se mostraban tan nerviosos y contentos, como
impacientes por algo que estaba por llegar de manera inminente. A Carmela le
pasaba lo mismo, e iba de un lado a otro de la perrera, inquieta y viva, y eso que a ella no le habían arrimado la
tijera.
Una noche, cuando todavía quedaba un rato para amanecer,
el amo vino a buscarnos. Abrió la portezuela de un pequeño carro y después la
cancela de la perrera. Por inercia,
seguí el tropel de los demás perros que se metieron en el carro como si en su
interior estuvieran las puertas del paraíso. Nada más lejos de la verdad, era
un cajón oscuro e incómodo, que botaba en cada bache de la carretera. En uno de
ellos, perdí el equilibrio y caí encima del bretón viejo. Fue como mentarle a
la madre porque se revolvió y comenzó a morderme. Yo chillé pero al ver que no
tenía mucha idea de soltar la mordida, también yo me acordé de mis colmillos,
no fuera a quedarme con una herida de más y una respuesta de menos. El coche
paró y a las voces y a las blasfemias siguieron los palos del amo que a golpes
impuso orden en aquel desconcierto. Mi primer día de caza lo iba a estrenar con
un pequeño siete en la oreja izquierda.
Nunca olvidaré el olor del rastrojo al amanecer, cuando el
portón del carro se abrió, me sacudió por dentro, brutalmente. Apenas el día
estaba clareando y comenzamos a galopar los rastrojos, primero, sin orden ni
concierto; después, comprobé que los bretones lo hacían en paralelo a las filas
de paja, a derecha e izquierda del cazador, como siguiendo un método de
búsqueda. Lo que yo no sabía era qué buscaban. Pronto me enteré. En uno de lo
montones de paja el viejo bretón se quedó parado, inmóvil; después, el otro
macho. Yo me acerqué, picado por la curiosidad – viruela de los cachorros-, un
olor animal me llegó, como un hilo invisible y nítido, y sin saber por qué, también me quedé inmóvil, con mi rabo
medianejo como disecado y apuntando al latido desesperado que se escondía en
aquel pajonal. Aquella tensa quietud duró lo que Carmela, la podenca, tardó en
vernos y en llegar al lío, y ella ni se paró ni dudó – se ve que los podencos
saben poco de muestras- y de un salto se plantó en medio de los tres haciendo
volar a la codorniz. Seguí su vuelo con la mirada, corriendo sin perderla de
vista hasta que sonó el disparó y el animal cayó entre unos girasoles que hacían
orilla al el rastrojo, amojonándolo con flores amarillas, y que estaban muy
sucios por las bajeras de las tormentas de aquel verano. Allí fuimos los cuatro
perros, pero quiso –quién sabe si el azar- que fuera yo el que diera con ella y
quien se la llevara al amo, aunque un tanto remolón, porque no terminaba de
entender cuál era su mérito en el lance.
A esa codorniz le siguieron otras, pronto comprendí que si
me iba largo y la codorniz botaba lejos del amo, no había ni disparo ni pájaro
y en el campo tronaban blasfemias. Aprendí el porqué de seguir las líneas de
paja; aprendí a aceptar como inevitable llevar los ojos lacerados por el
mataduras de las pajas quebradizas de los rastrojos o las hojas filosas de los
carrizales; supe de la sed que da el sol de agosto y de las almohadillas
cuarteadas por la sequedad de las piedras. Sin embargo, todo el sufrimiento se
hacía pequeño ante el placer inconfesable que me proporcionaba seguir el olor
de las codornices en su apeonar por entre la maleza, pararlas, sentir al amo
terciar la escopeta y esperar el eclipse de vuelo y muerte que se producía en
casi todos los disparos.
Después, en octubre, vinieron las perdices y los conejos,
que también fueron plato de mi gusto, pues nunca les he hecho melindres al pelo
frente a la pluma y lo mismo me daba, a la hora de pincharme los ojos, las
rastrojeras que los aulagares. Y hasta a un jabalí una vez le seguí el rastro
puerco sin que al amo le diera tiempo a cambiar a bala el perdigón.
Yo sabía que el amo hablaba maravillas de mí: era fuerte,
incansable, no me alargaba de la voz o del chiflido, templaba el rastro, paraba
la caza y la traía a la mano aunque hubiera ido alicorta y no se dejara cobrar.
Por eso imagino cuál fue su pena el día en que descubrió que habían abierto la
verja de la perrera y nosotros ya no estábamos allí. Dicen que fueron unos
gitanos portugueses que llegaron durante las fiestas del pueblo y que tenían una vieja furgoneta azul. Será
verdad, no lo sé, yo no entiendo de coches ni de razas de hombres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario