jueves, 19 de febrero de 2015

Fortu (Afortunado)



A mi primo Javier

No me pregunten la razón, porque ni yo, ni ningún perro de los que nacemos con afición, sabría explicar qué arcana urdimbre genética nos lleva tras las huellas de la caza. Basta con pisar un olivar o un rastrojo; sobra con oler las hojas pegajosas de las jaras, para que algo dentro se active, un automatismo predador al que nos entregamos con la misma pasión con la que buscamos comida cuando hay hambre; la espalda de las perras, cuando toca a rebato el campanario del celo; o la mordida brutal, cuando otro macho nos tienta de más.

A todos estos dictados de la selva los bracos alemanes somos muy obedientes, por eso nunca le volvemos la cara a unas sobras, a una hembra que venga alta, o a otro macho que quiera gallear lo que consideramos nuestro. Somos perros fuertes, muy fuertes, dicen que en las raíces de los Dobermann también hay sangre de braco; no sé si esto es parte de la leyenda sangrienta que acompañan a estos perros – de los que hoy apenas se ven por las calles- o si hay algo de cierto en la historia, lo que sí sé es que los bracos, sobre todo los machos, no somos perros de mucha paciencia y tenemos la bronca fácil, y nos cuesta bien poco tirar de dientes si algún perro nos mira sin obediencia o pretende lo que consideramos nuestro. Con las personas es distinto y no tenemos maldad alguna, quizá sea porque tenemos claro qué sitio tiene cada uno en la vida. A mí, al menos, ya nunca se me ocurre cuestionar al hombre porque las veces que lo he hecho, desobedeciéndole, me han costado muchos malos recuerdos y alguna que otra postilla en los riñones.

Cuando llegué a la perrera tendría unos seis meses, me encontraron callejeando las calles de un pueblo de Alicante, perdido, hambriento, asustado. Supongo que a la chica que me recogió le pudo mi mirada de cachorro. Yo creo que todos los cachorros tienen en los ojos un arma cargada de ternura arrojadiza, que aunque no siempre, la mayoría de las veces funciona y nos da una victoria de hogar y sopas de leche que vale para seguir vivos y hacernos grandes. También es cierto que yo era un cachorro muy bonito – y eso tuvo que ayudar –; tenía el lomo vestido por un manto de pelo marrón jaspeado de blanco, que se oscurecía al llegar a la cabeza para volverse abrir a los tonos claros en el morro y en las patas; el rabo lo tenía cortado a poco menos de media altura, expresivo en la alegría y en la sumisión, dispuesto a inmovilizarse como un dedo acusatorio y delator en los lances de caza. Yo creo que los perros tenemos la palabra en el rabo; lo digo porque de él nos valemos para hacernos entender las más de las veces. Además, tenía los ojos verdes y no le hacía ascos a ninguna mano que viniera a acariciarme, yo creo que eso fue lo que más ayudo a que ella me buscara un hogar en la perrera de su amigo el cazador. Quizá por eso me llamaron Fortu, de “afortunado”.

Eso sería por el mes de  junio, más o  menos, recuerdo que comenzaba a hacer calor, pero acostumbrado al de Alicante, el calor de aquel pueblo de Guadalajara era muy llevadero, sobre todo porque a la perrera le daba cobijo un nogal añoso, y el que sabe un poco de sombras tiene muy claro que ninguna refresca tanto como la del nogal o la de la higuera. Conocí a mis compañeros: dos bretones, Capri y Kazán, y una podenca portuguesa que se llamaba Carmela y que fue la que mejor me trató, a lo mejor era sólo porque no había pasado mucho  tiempo desde que le quitaran los cachorros que parió tras el celo de febrero y tenía la maternidad demasiado reciente como para olvidarla conmigo. Los otros dos machos me acogieron con cierta indiferencia; Capri, el más viejo, pronto me dejó claro que a él no se le discutía ni la comida ni las hembras y que juegos con él, los justos.

Un día de los de agosto, el amo vino y después de limpiar la perrera estuvo un buen rato rapando a los bretones como  si fueran ovejas. Puso mucho tiempo en quitarles los rizos que rodeaban el rabo y se detuvo especialmente en la pelambre que tenían entre los dedos de las patas y en las orejas. Yo no entendía el porqué de aquella manía; por si acaso, me pegué a Carmela y miré de lejos cómo los bretones se dejaban hacer y cómo de cuando en cuando soltaban algún chillido, que el amo, todo la habilidad que tenía con la escopeta se le hacía torpeza cuando se metía a peluquero, y varias veces calculó mal con la tijera y cortó más de la cuenta.

Aquello lo entendí como un castigo pero por más que le buscaba la causa no alcanzaba a comprender nada; menos aún el porqué los bretones, después de aquel malquerer, se mostraban tan nerviosos y contentos, como impacientes por algo que estaba por llegar de manera inminente. A Carmela le pasaba lo mismo, e iba de un lado a otro de la perrera, inquieta y viva,  y eso que a ella no le habían arrimado la tijera.

Una noche, cuando todavía quedaba un rato para amanecer, el amo vino a buscarnos. Abrió la portezuela de un pequeño carro y después la cancela de la perrera.  Por inercia, seguí el tropel de los demás perros que se metieron en el carro como si en su interior estuvieran las puertas del paraíso. Nada más lejos de la verdad, era un cajón oscuro e incómodo, que botaba en cada bache de la carretera. En uno de ellos, perdí el equilibrio y caí encima del bretón viejo. Fue como mentarle a la madre porque se revolvió y comenzó a morderme. Yo chillé pero al ver que no tenía mucha idea de soltar la mordida, también yo me acordé de mis colmillos, no fuera a quedarme con una herida de más y una respuesta de menos. El coche paró y a las voces y a las blasfemias siguieron los palos del amo que a golpes impuso orden en aquel desconcierto. Mi primer día de caza lo iba a estrenar con un pequeño siete en la oreja izquierda.

Nunca olvidaré el olor del rastrojo al amanecer, cuando el portón del carro se abrió, me sacudió por dentro, brutalmente. Apenas el día estaba clareando y comenzamos a galopar los rastrojos, primero, sin orden ni concierto; después, comprobé que los bretones lo hacían en paralelo a las filas de paja, a derecha e izquierda del cazador, como siguiendo un método de búsqueda. Lo que yo no sabía era qué buscaban. Pronto me enteré. En uno de lo montones de paja el viejo bretón se quedó parado, inmóvil; después, el otro macho. Yo me acerqué, picado por la curiosidad – viruela de los cachorros-, un olor animal me llegó, como un hilo invisible y nítido, y sin saber  por qué, también me quedé inmóvil, con mi rabo medianejo como disecado y apuntando al latido desesperado que se escondía en aquel pajonal. Aquella tensa quietud duró lo que Carmela, la podenca, tardó en vernos y en llegar al lío, y ella ni se paró ni dudó – se ve que los podencos saben poco de muestras- y de un salto se plantó en medio de los tres haciendo volar a la codorniz. Seguí su vuelo con la mirada, corriendo sin perderla de vista hasta que sonó el disparó y el animal cayó entre unos girasoles que hacían orilla al el rastrojo, amojonándolo con flores amarillas, y que estaban muy sucios por las bajeras de las tormentas de aquel verano. Allí fuimos los cuatro perros, pero quiso –quién sabe si el azar- que fuera yo el que diera con ella y quien se la llevara al amo, aunque un tanto remolón, porque no terminaba de entender cuál era su mérito en el lance.

A esa codorniz le siguieron otras, pronto comprendí que si me iba largo y la codorniz botaba lejos del amo, no había ni disparo ni pájaro y en el campo tronaban blasfemias. Aprendí el porqué de seguir las líneas de paja; aprendí a aceptar como inevitable llevar los ojos lacerados por el mataduras de las pajas quebradizas de los rastrojos o las hojas filosas de los carrizales; supe de la sed que da el sol de agosto y de las almohadillas cuarteadas por la sequedad de las piedras. Sin embargo, todo el sufrimiento se hacía pequeño ante el placer inconfesable que me proporcionaba seguir el olor de las codornices en su apeonar por entre la maleza, pararlas, sentir al amo terciar la escopeta y esperar el eclipse de vuelo y muerte que se producía en casi todos los disparos.

Después, en octubre, vinieron las perdices y los conejos, que también fueron plato de mi gusto, pues nunca les he hecho melindres al pelo frente a la pluma y lo mismo me daba, a la hora de pincharme los ojos, las rastrojeras que los aulagares. Y hasta a un jabalí una vez le seguí el rastro puerco sin que al amo le diera tiempo a cambiar a bala el perdigón.

Yo sabía que el amo hablaba maravillas de mí: era fuerte, incansable, no me alargaba de la voz o del chiflido, templaba el rastro, paraba la caza y la traía a la mano aunque hubiera ido alicorta y no se dejara cobrar. Por eso imagino cuál fue su pena el día en que descubrió que habían abierto la verja de la perrera y nosotros ya no estábamos allí. Dicen que fueron unos gitanos portugueses que llegaron durante las fiestas del pueblo   y que tenían una vieja furgoneta azul. Será verdad, no lo sé, yo no entiendo de coches ni de razas de hombres.

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