El Dr. Wolfgang Fischer
vive en Berlinstr. número 20, en una casa con jardín, en la colina que queda al
otro lado de los puntos de amarre que el puerto de Flensburg (Alemania) tiene
para los mercantes más grandes. Desde el zaguán de la entrada se puede ver el
trasiego de colores de los barcos pesqueros que navegan por las aguas oscuras
del Báltico; también, varias veces al día, los bueyes tercos de los
ferrys, que hacen el viene y va de la ruta que une Alemania y Dinamarca con
su inevitable carga de pasajeros borrachos de la cerveza sin impuestos que se
sirve a bordo.
Sin dificultad puede olerlos desde el jardín la
mitad podenca de mi sangre. Me gusta tumbarme en el pequeño jardín, que por
estas latitudes anda sobrado de hierba porque el agua abunda y al color de la
tierra casi siempre lo cubre el verde, salvo en invierno, que aquí viene
cargado con un frío de espanto que alguna vez ha llegado a helar el mar. Pero
el hielo se lleva bien dentro de casa, con el estómago lleno y cerca de la
estufa. Además, Klaus y Thomas, los hijos del Dr. Fischer, siempre tienen las
manos calientes cuando me acarician. “Armer ohne Name”
me dicen. Se ve que no se me ha
quitado del todo la mirada del miedo que tenemos los perros que venimos del
hambre.
En la entrada de la
casa del Dr. Fischer hay un espejo que ocupa toda la pared. Cuando llegué aquí,
hace ya algunos años, en él vi por vez primera al perro comido por la miseria
que yo era. Antes, sólo me había visto a medias, en los espejos titubeantes de
los charcos que se formaban los días de lluvia en los labrados de un pueblo de
León, en España, donde por lo visto vine al mundo de los perros sin nombre.
Nací del vientre de una
galga a la que otro galgo medio apodencado sembró en su celo de febrero. Flaco de hechuras, me cubría un manto hirsuto
de pelo blanco, medio suave por galgo y medio áspero por mi abuelo podenco.
Tenía una ligereza atemperada por la sangre de mi padre y un olfato al que le
faltaba alcance, por la que heredé de mi madre. Todo ello me hacía casi inútil
para las liebres en carrera y mermado de nariz para sacarlas a la escopeta. Y a
los perros pobres de los pueblos no les valen las medias tintas para hacerse
querer del amo; por eso fue, que un día me disparó porque me alejé más de la
cuenta de la escopeta y saqué unas perdices fuera de tiro. De aquel disparo
quedaron en mi pata trasera cuatro
aguijones de plomo.
Corrí sintiendo unos
delgados canales de sangre haciéndose arroyo por mi pata. No aflojé el paso hasta saberme lejos de aquel pueblo
que no quería a los perros mediocres como yo. Al enfriarse, las heridas
comenzaron a doler. A fuerza de lamerla, la sangre había dejado de salir. Como
pude tirité el frío de aquella primera noche al raso. Me sentía débil, cansado
y con hambre; un hambre que iba creciendo sin que el dolor que sentía en la
pata le diera una tregua.
Al día siguiente
aprendí a matar para comer. Entre dos matas que se abrían en el lindazo de un
labrado olí el miedo de los conejos. Salté sobre el chaparro y el conejo se
escurrió de mis dientes para meterse en una boca; saqué el morro lleno del
polvo de la madriguera y entonces sentí que otro conejo salía de la misma mata
y se iba corriendo por los ocres de la tierra recién arada. Recibí la orden que
escuchan los perros hambrientos, más si son de caza, y me hice más galgo que
nunca. Acostumbrado a las liebres, los conejos en campo abierto tienen más de
juego que de desafío. Enseguida chilló su agonía entre mis colmillos de
hambre. Nunca antes había comido carne
cruda y caliente ni vísceras en su última tibieza. Aquel amasijo de pelo y
sangre tenía un sabor extraño y acre que no conocía. Pero el hambre no sabe de
remilgos y hace almíbar con el vinagre. Aquella noche hasta tuve menos frío.
Así pasaron varios días
y pronto comprendí que me podía el recuerdo de la comida mala pero diaria, del
calor de la perrera y de las voces imprevisibles de los hombres. Qué será que
los perros tenemos tan poca memoria para los bastones y tan buena para las
caricias. Una tarde, ya casi sin luz, vi a lo lejos la ciudad de León y hacia
ella fui.
Se me hizo raro pisar
tanto asfalto, mis patas no estaban acostumbradas al cemento, me sentía casi
mareado de tantos olores nuevos. De pronto, sentí cerca de mí el ruido de una
furgoneta. Paró. Dos hombres bajaron. Ignorante, fui hacia ellos moviendo el
rabo. Sobre mí cayó una red; luego la oscuridad del cajón donde me encerraron;
más tarde el olor y los ladridos de muchos perros que, como yo, no tenían
papeles ni quién se los quisiera dar. En
la Protectora de León todos éramos perros desheredados, con nuestro carnet de
hambre y de miseria colgado en la mirada como única seña de identidad. Aquella noche no dormí, me acurruqué bajo unos
soportales y agradecí que no me metieran en una jaula con otros perros. Ya se
sabe que si un perro llega de improviso a la jaula de una manada hecha, lo normal es que pague con sangre la entrada.
Al día siguiente conocí
a Elisa, una de las voluntarias de la Protectora, que rápido se dio cuenta de
que yo era nuevo y el más triste entre los perros tristes.
.- ¿Y tú? ¿Cómo te
llamas? – me dijo.
.- ¿Es que no tienes
nombre, galguito? Pues “Sinnombre” no es feo. Pobre Sinnombre.
Y me acarició, suave y
lentamente, con una ternura que yo no conocía. Repitió varias veces “Pobre
Sinnombre”, con una voz muy suave, y sentí lo que deben sentir los perros con
nombre y con amo que les quiera. A Elisa la veía casi todas las tardes y sé que
me quiso un poco más que al resto, quizá porque yo le buscaba con el morro las
manos y no me separaba de ella para hacerle la sombra con mi pelo blanco.
También sé que fue Elisa quien se preocupó de buscarme un hogar en Alemania,
donde a los galgos se les quiere tanto como a los caniches.
Una mañana me subieron al cajón de una furgoneta.
De esa oscuridad pasé a la del vagón de un tren, y de ésta, a la que reina en
el oscuro vientre de un avión. Llegamos no supe dónde y escuché voces que no
sonaban como las que hasta entonces había oído. Era una lengua extraña en un
sitio extraño. A los perros con postillas no nos gustan las novedades porque
casi siempre vienen con hambre o palos de la mano. Sin embargo, cuando la
puerta de mi jaula se abrió y vi al Dr. Fischer con sus dos hijos, algo me hizo
mover tímidamente el rabo.
Fue Klaus, el más
pequeño, el que entró primero en la jaula.
.- “Armer ohne name” –
me dijo, bajito y dulce, como si su voz saliera de sus grandes ojos azules más
que de su boca, y aunque no entendí nada, a mí me sonó igual que la voz de
Elisa cuando me decía “Pobre Sinnombre”.
Me pusieron un collar y
me llevaron con ellos. Desde el aeropuerto de Hamburgo llegamos a Flensburg; me
vino a los hocicos un olor extraño y
nuevo, un olor inmenso que todo lo podía y que no conocía: era el olor del
mar. Cuando por fin lo vi, me pareció un
vasto barbecho azul, un excesivo páramo de agua sin linderos, y no pude dejar
de imaginar la maravilla que sería correr sobre sus aguas detrás de las liebres
espumosas de las olas. Los perros pobres también tenemos nuestras fantasías.
Me asusté cuando me
bañaron porque no sabía qué pasaba; el olor del jabón era nuevo, desagradable y
artificial, pero aquel baño me alivió de picores y de mugre. Mi pelo volvió a
ser blanco y descubrí que, allí donde no había calvas, tenía cierto lustre.
Comí hasta hartarme y aquella noche el
pequeño Klaus, viendo todo el frío que traía en mi equipaje, arrimó una manta
al radiador y me acarició mientras repetía una y otra vez “Armer ohne Name”.
Los días fueron pasando
y casi sin que tuvieran que enseñarme, aprendí a hacer mis cosas fuera de la
casa; a pasear con la correa junto al pequeño Klaus; a esperar sentado en la
puerta de las tiendas; incluso superé con éxito el curso básico de alemán para
mascotas. Al principio me extrañó el interés que despertaba entre la gente,
debían verme algo así como el Rocinante de los perros, y es que no se ven
muchos galgos cerca del Báltico; luego me acostumbré y aprendí a caminar muy
digno, con la elasticidad felina de los de mi raza, como si no sintiera el peso
de tanta mirada.
Ahora, durante las
mañanas sin lluvia, me tumbo en el zaguán a ver pasar los barcos, y dejo irse
al tiempo con los ojos cerrados, oliendo el mar, escuchando la llamada
estridente de las gaviotas. Algunas veces me quedo dormido y en sueños vuelvo a
caminar por las ásperas tierras de León y siento de nuevo la carne tibia de los
conejos en la lengua y entre los dientes, o el viejo dolor de los plomos, o la soledad al raso de las noches sin luna,
o las manos aniñadas de Elisa y su voz adolescente diciéndome “Pobre
Sinnombre”. Normalmente, cuando llega este momento me despierto para ver los
ojos azules de Klaus que viene del colegio. Lo primero que hace es darme una
galleta. Luego me acaricia, y como compartiendo
un secreto, susurra cerca de mi oreja su contraseña infantil: “Armer ohne
Name”. Después, si no llueve, se va a jugar con Thomas a los columpios de un
parque que está detrás del jardín. Yo les veo desde aquí.
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