viernes, 13 de febrero de 2015

Armer ohne Name (pobre "sin nombre")


Elisa García Fernández,  que pelea  por los perros desheredados de León.



El Dr. Wolfgang Fischer vive en Berlinstr. número 20, en una casa con jardín, en la colina que queda al otro lado de los puntos de amarre que el puerto de Flensburg (Alemania) tiene para los mercantes más grandes. Desde el zaguán de la entrada se puede ver el trasiego de colores de los barcos pesqueros que navegan por las aguas oscuras del Báltico; también, varias veces al día, los bueyes tercos de los ferrys, que hacen el viene y va de la ruta que une Alemania y Dinamarca con su inevitable carga de pasajeros borrachos de la cerveza sin impuestos que se sirve a bordo.
 Sin  dificultad puede olerlos desde el jardín la mitad podenca de mi sangre. Me gusta tumbarme en el pequeño jardín, que por estas latitudes anda sobrado de hierba porque el agua abunda y al color de la tierra casi siempre lo cubre el verde, salvo en invierno, que aquí viene cargado con un frío de espanto que alguna vez ha llegado a helar el mar. Pero el hielo se lleva bien dentro de casa, con el estómago lleno y cerca de la estufa. Además, Klaus y Thomas, los hijos del Dr. Fischer, siempre tienen las manos calientes cuando me acarician. “Armer ohne Name” me dicen. Se ve que no se me ha quitado del todo la mirada del miedo que tenemos los perros que venimos del hambre.



En la entrada de la casa del Dr. Fischer hay un espejo que ocupa toda la pared. Cuando llegué aquí, hace ya algunos años, en él vi por vez primera al perro comido por la miseria que yo era. Antes, sólo me había visto a medias, en los espejos titubeantes de los charcos que se formaban los días de lluvia en los labrados de un pueblo de León, en España, donde por lo visto vine al mundo de los perros sin nombre.



Nací del vientre de una galga a la que otro galgo medio apodencado sembró en su celo de febrero.  Flaco de hechuras, me cubría un manto hirsuto de pelo blanco, medio suave por galgo y medio áspero por mi abuelo podenco. Tenía una ligereza atemperada por la sangre de mi padre y un olfato al que le faltaba alcance, por la que heredé de mi madre. Todo ello me hacía casi inútil para las liebres en carrera y mermado de nariz para sacarlas a la escopeta. Y a los perros pobres de los pueblos no les valen las medias tintas para hacerse querer del amo; por eso fue, que un día me disparó porque me alejé más de la cuenta de la escopeta y saqué unas perdices fuera de tiro. De aquel disparo quedaron  en mi pata trasera cuatro aguijones de plomo.



Corrí sintiendo unos delgados canales de sangre haciéndose arroyo por mi pata. No aflojé  el paso hasta saberme lejos de aquel pueblo que no quería a los perros mediocres como yo. Al enfriarse, las heridas comenzaron a doler. A fuerza de lamerla, la sangre había dejado de salir. Como pude tirité el frío de aquella primera noche al raso. Me sentía débil, cansado y con hambre; un hambre que iba creciendo sin que el dolor que sentía en la pata le diera una tregua.



Al día siguiente aprendí a matar para comer. Entre dos matas que se abrían en el lindazo de un labrado olí el miedo de los conejos. Salté sobre el chaparro y el conejo se escurrió de mis dientes para meterse en una boca; saqué el morro lleno del polvo de la madriguera y entonces sentí que otro conejo salía de la misma mata y se iba corriendo por los ocres de la tierra recién arada. Recibí la orden que escuchan los perros hambrientos, más si son de caza, y me hice más galgo que nunca. Acostumbrado a las liebres, los conejos en campo abierto tienen más de juego que de desafío. Enseguida chilló su agonía entre mis colmillos de hambre.  Nunca antes había comido carne cruda y caliente ni vísceras en su última tibieza. Aquel amasijo de pelo y sangre tenía un sabor extraño y acre que no conocía. Pero el hambre no sabe de remilgos y hace almíbar con el vinagre. Aquella noche hasta tuve menos frío.



Así pasaron varios días y pronto comprendí que me podía el recuerdo de la comida mala pero diaria, del calor de la perrera y de las voces imprevisibles de los hombres. Qué será que los perros tenemos tan poca memoria para los bastones y tan buena para las caricias. Una tarde, ya casi sin luz, vi a lo lejos la ciudad de León y hacia ella fui.



Se me hizo raro pisar tanto asfalto, mis patas no estaban acostumbradas al cemento, me sentía casi mareado de tantos olores nuevos. De pronto, sentí cerca de mí el ruido de una furgoneta. Paró. Dos hombres bajaron. Ignorante, fui hacia ellos moviendo el rabo. Sobre mí cayó una red; luego la oscuridad del cajón donde me encerraron; más tarde el olor y los ladridos de muchos perros que, como yo, no tenían papeles ni quién se los quisiera dar.  En la Protectora de León todos éramos perros desheredados, con nuestro carnet de hambre y de miseria colgado en la mirada como única seña de identidad.  Aquella noche no dormí, me acurruqué bajo unos soportales y agradecí que no me metieran en una jaula con otros perros. Ya se sabe que si un perro llega de improviso a la jaula de una manada hecha,  lo normal es que pague con sangre la entrada.



Al día siguiente conocí a Elisa, una de las voluntarias de la Protectora, que rápido se dio cuenta de que yo era nuevo y el más triste entre los perros tristes.



.- ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? – me dijo.

.- ¿Es que no tienes nombre, galguito? Pues “Sinnombre” no es feo. Pobre Sinnombre.



Y me acarició, suave y lentamente, con una ternura que yo no conocía. Repitió varias veces “Pobre Sinnombre”, con una voz muy suave, y sentí lo que deben sentir los perros con nombre y con amo que les quiera. A Elisa la veía casi todas las tardes y sé que me quiso un poco más que al resto, quizá porque yo le buscaba con el morro las manos y no me separaba de ella para hacerle la sombra con mi pelo blanco. También sé que fue Elisa quien se preocupó de buscarme un hogar en Alemania, donde a los galgos se les quiere tanto como a los caniches.



Una  mañana me subieron al cajón de una furgoneta. De esa oscuridad pasé a la del vagón de un tren, y de ésta, a la que reina en el oscuro vientre de un avión. Llegamos no supe dónde y escuché voces que no sonaban como las que hasta entonces había oído. Era una lengua extraña en un sitio extraño. A los perros con postillas no nos gustan las novedades porque casi siempre vienen con hambre o palos de la mano. Sin embargo, cuando la puerta de mi jaula se abrió y vi al Dr. Fischer con sus dos hijos, algo me hizo mover tímidamente el rabo.



Fue Klaus, el más pequeño, el que entró primero en la jaula.



.- “Armer ohne name” – me dijo, bajito y dulce, como si su voz saliera de sus grandes ojos azules más que de su boca, y aunque no entendí nada, a mí me sonó igual que la voz de Elisa cuando me decía “Pobre Sinnombre”.



Me pusieron un collar y me llevaron con ellos. Desde el aeropuerto de Hamburgo llegamos a Flensburg; me vino a los hocicos  un olor extraño y nuevo, un olor inmenso que todo lo podía y que no conocía: era el olor del mar.  Cuando por fin lo vi, me pareció un vasto barbecho azul, un excesivo páramo de agua sin linderos, y no pude dejar de imaginar la maravilla que sería correr sobre sus aguas detrás de las liebres espumosas de las olas. Los perros pobres también tenemos nuestras fantasías.



Me asusté cuando me bañaron porque no sabía qué pasaba; el olor del jabón era nuevo, desagradable y artificial, pero aquel baño me alivió de picores y de mugre. Mi pelo volvió a ser blanco y descubrí que, allí donde no había calvas, tenía cierto lustre. Comí  hasta hartarme y aquella noche el pequeño Klaus, viendo todo el frío que traía en mi equipaje, arrimó una manta al radiador y me acarició mientras repetía una y otra vez “Armer ohne Name”.



Los días fueron pasando y casi sin que tuvieran que enseñarme, aprendí a hacer mis cosas fuera de la casa; a pasear con la correa junto al pequeño Klaus; a esperar sentado en la puerta de las tiendas; incluso superé con éxito el curso básico de alemán para mascotas. Al principio me extrañó el interés que despertaba entre la gente, debían verme algo así como el Rocinante de los perros, y es que no se ven muchos galgos cerca del Báltico; luego me acostumbré y aprendí a caminar muy digno, con la elasticidad felina de los de mi raza, como si no sintiera el peso de tanta mirada.



Ahora, durante las mañanas sin lluvia, me tumbo en el zaguán a ver pasar los barcos, y dejo irse al tiempo con los ojos cerrados, oliendo el mar, escuchando la llamada estridente de las gaviotas. Algunas veces me quedo dormido y en sueños vuelvo a caminar por las ásperas tierras de León y siento de nuevo la carne tibia de los conejos en la lengua y entre los dientes, o el viejo dolor de los plomos,  o la soledad al raso de las noches sin luna, o las manos aniñadas de Elisa y su voz adolescente diciéndome “Pobre Sinnombre”. Normalmente, cuando llega este momento me despierto para ver los ojos azules de Klaus que viene del colegio. Lo primero que hace es darme una galleta. Luego me acaricia,  y como compartiendo un secreto, susurra cerca de mi oreja su contraseña infantil: “Armer ohne Name”. Después, si no llueve, se va a jugar con Thomas a los columpios de un parque que está detrás del jardín. Yo les veo desde aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario