martes, 24 de febrero de 2015

El Goliath canijo


Cuando me dejaron a Dalí para que lo cuidara durante los quince días en los que sus dueños estaban fuera de la ciudad, mi conocimiento sobre los teckels se reducía a lo que de ellos había escuchado en boca de otros cazadores y a algún artículo que había leído en las revistas de caza que mi dentista, fundamentalista de la caza, tenía en la sala de espera.
 
 No sé si esto último había conseguido alguna extraña asociación del teckel con los malos ratos -que yo siempre he sido un tanto cagueta con los dentistas- el caso es que estos perros me parecían más pensados para dar compañía a los ancianos de una residencia que para cazar. Los veía canijos, desproporcionadamente largos para su altura, como si alguien se hubiera empeñado en estirarlos como se hace con los conejos que llevan su  tiempo en el morral y les va ganando la tiesura. Me parecían incapaces para la carrera, débiles para la resistencia y como temerosos de los demás perros.

.- Si por casualidad vas a un rececho, llévate a Dalí, que igual te da alguna alegría.

El dueño de Dalí me había despedido en el aeropuerto con aquella frase lapidaria. Pensé que lo dijo a sabiendas de que yo no había hecho un rececho en mi vida –él era un fanático del corzo y de la berrea- y que mi contacto con la caza se reducía a acompañar a algún cliente del despacho a un ojeo de los que ablandan los negocios y dejan las manos querenciosas para las firmas. Yo no veía la caza ni bien ni mal, no me decía gran cosa, sobre todo porque casi siempre había que madrugar y a mí eso de anticiparme al sol a la hora de levantarme, nunca me había gustado del todo.

Cuando los dueños de Dalí desaparecieron por la puerta de embarque, el perro se quedó mirando y no quiso ni bien ni mal seguir la dirección que le marcaba la correa. Suavemente le arrastré unos metros pero él se agarraba con las uñas a la tierra inexistente de los vestíbulos de los aeropuertos. Me dio tanta pena que le cogí en brazos para llevármelo a casa. Aquella noche, el perro estaba inquieto, llorón, y pensé que mi teoría sobre los teckel se iba confirmando punto por punto.

Sin embargo, al día siguiente, cuando lo saqué a la calle para que se aliviara, me demostró que andaba equivocado sobre los de su raza de punta a cabo. Otro macho se acercó a olerle. Dalí se revolvió y le enseñó unos dientes blancos, como de perro grande, y de nuevo tuve que subirlo a mis brazos ante la afonía de sus ladridos ahogados por la correa. El otro perro reculó, sorprendido de la mala leche de aquel enano de pelos de alambre. Después, Dalí y yo subimos al coche, y mientras pagaba la gasolina observé cómo un tipo de pinta tirando a sospechosa se arrimaba a mi coche -supongo que no sería para verle la marca- . Tocó el cristal con la mano y fue como si le diera calambre porque la quitó de repente ante el aluvión de ladridos y dientes que le venía del otro lado del cristal.

.- ¿Qué tiene usted en el coche? ¿Un mastín? – me preguntó el de la gasolinera.
.- Sí, pero enano – le dije. Y me fui sonriendo.

Al día siguiente y por no tener con quién dejarlo- me llevé a Dalí conmigo a uno de esos ojeos postizos en los que se sueltan perdices desde lo alto de un cerro para que los que lo rodean, les cojan los puntos con las escopetas. Iba con uno que queríamos de cliente por no faltarle el dinero ni los enredos de donde sacarlo. Yo me fui al puesto con él y con Dalí de la correa. Tras el tiroteo, los dos medio bretones que había en la finca, estuvieron cobrando las perdices muertas, casi con desgana, pues los dos tenían callo en la nariz de hacer cobros a perdices de corral. Sin embargo, no daban con una perdiz que mi futuro cliente había bajado de ala y que se había dado en unos aulagares altos y espesos. Ya todos los del ojeo vinieron, yo diría que un poco molestos por tanto empeño en dar con una perdiz más o menos, pero mi cliente decía que, salvo por imposible, no se deja caza herida en el campo.

.- ¿Por qué no sueltas al téckel? - me preguntó.
.- ¿Y si se escapa? Mire que no es mío – contesté.
.- Tú de perros de caza entiendes más bien poco ¿verdad? – me dijo con cierto dejo socarrón – anda, suelta el animal ¿no ves que está loco por ir a buscarla?

Con más miedo que otra cosa abrí el mosquetón que sujetaba a Dalí por la correa. El animal se metió a toda velocidad por entre los aulagares.  Pasaron un par de minutos y comencé a agobiarme por el perro, pensaba que más que buscando una perdiz, el perro estaba escondiéndose de mí en la maleza para ir a buscar a su dueño. Al poco, por entre lo más espeso, se escuchó un pequeño ladrido, después otro.

.- Hombre de poca fe, ese perro ya ha dado con el rastro de la perdiz – me dijo mi acompañante- dale un poco de tiempo que esos animales son de natural cabezón y no les gusta dejarse tareas a medias.

Otro ladrido, otro más, se escuchó una pequeña carrera por dentro de la espesura. Segundos más tarde, Dalí salía con la boca emplumada por una perdiz muerta.  Hacia mí vino moviendo el rabo.

.- El sábado por la mañana te vienes con el perro a un rececho de corzo- dijo el que desde ese momento ya era mi cliente.

.- Claro ¿a qué hora dices que quedamos? – contesté

No sé si agradecido o molesto por la gracia de Dalí volví a casa pensando en el madrugón del sábado. Pasaron los días y Dalí y yo, como sin querer, nos fuimos cogiendo las medidas del cariño. El me buscaba las manos y yo sus bigotes y más de una vez, mientras me afeitaba, se los trencé hacia arriba con espuma para verle su parecido al de Figueres. Y aunque estaba de lo más gracioso, a mí me daba el remilgo a la hora de sacarle a la calle vestido de genio, así que con un poco de agua le quitaba el disfraz.

Anudé la noche del viernes y la madrugada del sábado y sin dormir fui hasta el pueblo en el que habíamos quedado con mi cliente. Estábamos en el monte al clarear del día. Con más sueño que ganas le seguí con todo el sigilo que me permitía el sueño. Durante un buen rato, permanecimos sentados a la orilla de un claro en el que el monte se adehesaba un tanto. Confieso que no pude con tanta espera y un pequeño codazo me despertó.

.- Mira la corza que para ver sábanas tienes esta noche.

En efecto, una corza había salido al claro, a ramonear los pies tiernos del pasto fresco. A Dalí se le avivaron las orejas en silencio. Un buen rato esperamos al macho, que tendría cita con otra hembra porque no apareció. Nos levantamos y lentamente nos dirigimos hacia la falda del monte por ver si dábamos con el duende en las orillas de lo espeso.

Confieso que yo estaba más pendiente del reloj que del amanecer del monte. Por eso di un respingo cuando mi acompañante me agarró del antebrazo y me susurró:

.- Ahí lo tienes, detrás de la zarza.

Ajusté los prismáticos para ver a un macho entre las ramas espinadas de una zarza. Dalí, por la altura, no podía ver nada, sin embargo, algo intuyó porque se enderezó, como buscando una alzada que le fuera suficiente. Mi cliente terció la vara y machihembró el cañón del rifle en el horcate de apoyo, pues el corzo estaba lejos y el tiro era de mérito. Viéndolo a través del visor me dijo que era bueno. Sentí que quitaba el seguro. Disparó. A través de los prismáticos vi cómo el corzo se encogía ligeramente antes de salir corriendo.

.- Ese corzo va de panza – dijo mi acompañante- vamos a dejarlo un rato que se enfríe y luego veremos si el perro da con él. Sujetándome la ceja para que no se arqueara, a la media hora fuimos monte adentro siguiendo la huída del animal. Para mi pesar y acordándome de la perdiz, di por hecho que no saldríamos del monte hasta bien entrada la noche. Sin embargo, a los pocos metros el corzo daba algo de sangre. Dalí estaba excitado, ansioso por saber si su nariz alcanzaba a ver lo que era invisible a nuestros ojos.

.- ¿Suelto al perro? – pregunté.
.-  No, ahora hay que llevarlo de la correa, que los corzos no son perdices –contestó.

 Le llevamos donde, por la sangre, el rastro parecía seguro. El perro tiraba hacia adelante apretando la nariz al suelo, como exigiéndole olores. Se veía que tenía oficio porque unos metros más allá un pequeño ladrido nos dijo que iba con el rastro del herido.  Siguió por el monte con su lupa de Sherlock Holmes en la nariz. Y yo,  pobre Doctor Watson, recé para que Dalí encontrara el corzo, que ya me apretaba la gana de comer, pues la resaca, es sabido, unas veces molesta al estómago y otras lo aviva con las brasas del hambre.  La frecuencia de los pequeños ladridos fue en aumento hasta que por fin, encontramos al corzo: un animal añoso y perlado que, efectivamente, iba con el tiro en el vientre. Confieso que no me pareció excesivo que mi acompañante besara al perro en los bigotes.

Tampoco me avergüenza decir que aquel sábado, ni Dalí ni yo vimos terminar Informe Semanal, pues los dos nos fuimos a la cama jurando que nunca más una juerga y un día de caza irían de la mano. El sábado siguiente, el dueño de Dalí vino a buscarlo a casa.

.- ¿Qué tal se ha portado el perro?
.- Ya te contaré, que veo que vas con prisa- contesté.
 

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