jueves, 26 de febrero de 2015

La caza impresionista (septiembre de 2004)



La belleza tiene sus distancias, eso debiera ser cosa sabida. El impresionismo de Manet no puede apreciarse con la nariz pegada al lienzo. Es necesario dar unos pasos hacia atrás, los justos para que nuestra vista consiga que amarillos, ocres y azules, se hagan frutos de un bodegón o perfilen un paisaje marino.

Sin embargo, en la pintura,  no siempre esto es así, a estas formas difusas les precedieron – y luego les sucedieron- otras en las que la perfección del detalle y la pulcritud en las pinceladas exigían un acercamiento al cuadro, una inspección casi microscópica de cada pormenor. Peter Brueghel o El Bosco pierden gran parte de su materia si nos alejamos demasiado del lienzo y nos quedamos sólo en su visión lejana.



A la caza le ocurre algo parecido, también tiene sus distancias, y aunque las más de las veces exige un acercamiento del cazador a pie de cerro para disfrutarla a pleno; en otras ocasiones, como en ésta desde la que escribo, el alejamiento se convierte en cómplice y la caza adquiere sustancia de recuerdo a disfrutar desde la lejanía. Es el caso que me ocupa, porque escribo a orillas del mar, durante mis vacaciones en familia a orillas del Mediterráneo, a quinientos kilómetros del majano más próximo que guardo en la memoria.



Para los que cazamos en las dos Castillas, el mar se nos antoja un desmedido pastizal azul, una paramera de agua cuya presencia inmensa nos aleja definitivamente del esparto. El mar todo lo entibia. En sus orillas, el cazador de tierra adentro se siente un personaje fuera de contexto, mero comparsa de una belleza que no termina de ver como suya, acostumbrado como está a otros rigores y a otras sequedades. Sin embargo, no hay nada como el mar para perder la vista y soltar los perros de la imaginación y dejarlos correr hasta el horizonte sin miedo a que las olas les despeen las patas. Si además, a sus orillas se acude después de una Media Veda como ésta, el viaje astral está servido y el cazador, al pasear sus orillas de fina arena, comenzará a cribar recuerdos, a seleccionar lances, a descartar rastrojos hueros de codornices y mañanas para el olvido; se sucederán las regueras y los pastos donde sus perros lucieron las mejores posturas, los tiros de mérito y los olores para el recuerdo. Así, una a una, mientras los pies del cazador caminan espumas sobre la arena, irán botando las africanas y se sucederán los cobros imposibles en girasoles donde no hay forma de coger referencias.



Esto sería algo así como la caza impresionista, la que exige distancia y se practica con la imaginación, que no sabe de cupos, ni de horarios, ni falta que le hace. El mar, a estos efectos, es bálsamo de Fierabrás que da cura a la imaginación más torpe. Lo bueno de la caza, además, es que es lienzo para todos los pinceles y en las fechas en que estas líneas vean la luz, me habré olvidado de todo alejamiento y estaré adentrándome con mis perros y tras las rojas, en el detalle último de cada cerro y de cada chaparra, almacenando recuerdos como pinceladas sin definir, cuya nitidez disfrutaré en futuras lejanías. Ojalá sean como éstas de ahora, a orillas del mar.


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