La belleza tiene sus distancias, eso debiera ser cosa
sabida. El impresionismo de Manet no puede apreciarse con la nariz pegada al
lienzo. Es necesario dar unos pasos hacia atrás, los justos para que nuestra vista
consiga que amarillos, ocres y azules, se hagan frutos de un bodegón o perfilen
un paisaje marino.
Sin embargo, en la pintura, no siempre esto es así, a estas formas difusas
les precedieron – y luego les sucedieron- otras en las que la perfección del
detalle y la pulcritud en las pinceladas exigían un acercamiento al cuadro, una
inspección casi microscópica de cada pormenor. Peter Brueghel o El Bosco
pierden gran parte de su materia si nos alejamos demasiado del lienzo y nos
quedamos sólo en su visión lejana.
A la caza le ocurre algo parecido, también tiene sus
distancias, y aunque las más de las veces exige un acercamiento del cazador a
pie de cerro para disfrutarla a pleno; en otras ocasiones, como en ésta desde
la que escribo, el alejamiento se convierte en cómplice y la caza adquiere
sustancia de recuerdo a disfrutar desde la lejanía. Es el caso que me ocupa,
porque escribo a orillas del mar, durante mis vacaciones en familia a orillas
del Mediterráneo, a quinientos kilómetros del majano más próximo que guardo en
la memoria.
Para los que cazamos en las dos Castillas, el mar se nos
antoja un desmedido pastizal azul, una paramera de agua cuya presencia inmensa
nos aleja definitivamente del esparto. El mar todo lo entibia. En sus orillas,
el cazador de tierra adentro se siente un personaje fuera de contexto, mero
comparsa de una belleza que no termina de ver como suya, acostumbrado como está
a otros rigores y a otras sequedades. Sin embargo, no hay nada como el mar para
perder la vista y soltar los perros de la imaginación y dejarlos correr hasta
el horizonte sin miedo a que las olas les despeen las patas. Si además, a sus
orillas se acude después de una Media Veda como ésta, el viaje astral está
servido y el cazador, al pasear sus orillas de fina arena, comenzará a cribar
recuerdos, a seleccionar lances, a descartar rastrojos hueros de codornices y
mañanas para el olvido; se sucederán las regueras y los pastos donde sus perros
lucieron las mejores posturas, los tiros de mérito y los olores para el
recuerdo. Así, una a una, mientras los pies del cazador caminan espumas sobre
la arena, irán botando las africanas y se sucederán los cobros imposibles en
girasoles donde no hay forma de coger referencias.
Esto sería algo así como la caza impresionista, la que
exige distancia y se practica con la imaginación, que no sabe de cupos, ni de
horarios, ni falta que le hace. El mar, a estos efectos, es bálsamo de
Fierabrás que da cura a la imaginación más torpe. Lo bueno de la caza, además,
es que es lienzo para todos los pinceles y en las fechas en que estas líneas
vean la luz, me habré olvidado de todo alejamiento y estaré adentrándome con
mis perros y tras las rojas, en el detalle último de cada cerro y de cada
chaparra, almacenando recuerdos como pinceladas sin definir, cuya nitidez
disfrutaré en futuras lejanías. Ojalá sean como éstas de ahora, a orillas del
mar.
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