La
razón primera de la caza hay que buscarla en un estómago vacío. El ayuno hizo
afilar las piedras, consiguió convertir el brazo y la tensión de la madera
arqueada en potencia elástica para que piedras y flechas se hicieran
arrojadizas. El hambre parió la astucia que hizo la primera sangre y sirvió
para dar de comer a la tribu. La vuelta a casa con la presa al hombro era
sinónimo de fiesta, de hogueras que se encendieron para inventar la cocina. Ya
lo decía Manuel Vázquez Montalbán. “Cocinar es un tránsito cualitativo casi
siempre con la ayuda del fuego”.
En
el siglo que vivimos peligrosamente, caza y cocina han emprendido caminos que
no siempre van paralelos, básicamente porque tanto una como otra han dejado de
tener el hambre como telón de fondo. Al menos, en España, poco a poco y en lo que a caza toca, estamos
poniendo el acento más en el lance vivido que en la presa conseguida. Esto lo
da cazar sin hambre.
A
mí me da mucha pena cuando en los repartos la gente no quiere la caza muerta: unas
veces por no tener quién la sepa aviar y guisar; otras, por no mancharse la
memoria con el olor machacón de las liebres. Tampoco es descabellado pensar en
caras de repugnancia al volver a casa con caza en el morral. Sucede más en los
cazadores de la ciudad y en sus familias, porque no hay costumbre de espumar
caldos ni de coger los tomates directamente de la mata. Los alimentos llegan a
la nevera con una asepsia que les da lejanía. En los pueblos es distinto. Es
raro que en las cercanías del cazador de un pueblo no haya una madre, una tía,
o una abuela, de las que no hacen remilgos a una cosecha de pelo y pluma.
Ellas, antes que el olor a carne cruda y
a sangre detenida, olerán el que luego tenga junto unas patatas nuevas, un buen
sofrito y el fuego lento y necesario.
Comer
la caza es un homenaje al animal muerto, un acto de respeto mínimo para que la
caza no se convierta en un manantial de muerte inútil. A los animales del campo
se les entierra en el estómago para eslabonar la muerte con la vida. Es una
vergüenza tirar la caza a la basura. A la caza abatida hay que honrarla en el
puchero o en la sartén para que el lance que trajo la muerte del animal tenga
una continuidad en la memoria del paladar, que dura casi tanto como la vida.
Ojalá
la cocina fuera asignatura obligatoria en las escuelas, al menos, en sus conceptos más básicos. Eso
serviría para que no se perdiera el contacto entre el origen y el destino de
los alimentos, que hoy es una cadena de papel mojado para la mayoría de los
adolescentes. Bañar a las perdices con chocolate; cocinar un civet de liebre o de jabalí;
endulzar el venado con frambuesa o encumbrar las codornices flambeándolas con
ron y rellenándolas con foie, debería ser el final necesario de todo acto de
caza. No es tan difícil, sólo es cuestión de quitarse la canana y ponerse el delantal, añadirle unas
cucharadas de tiempo y salpimentar con cariño.
La caza, para eso, es muy agradecida.
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