miércoles, 18 de febrero de 2015

Comer la caza



La razón primera de la caza hay que buscarla en un estómago vacío. El ayuno hizo afilar las piedras, consiguió convertir el brazo y la tensión de la madera arqueada en potencia elástica para que piedras y flechas se hicieran arrojadizas. El hambre parió la astucia que hizo la primera sangre y sirvió para dar de comer a la tribu. La vuelta a casa con la presa al hombro era sinónimo de fiesta, de hogueras que se encendieron para inventar la cocina. Ya lo decía Manuel Vázquez Montalbán. “Cocinar es un tránsito cualitativo casi siempre con la ayuda del fuego”.

En el siglo que vivimos peligrosamente, caza y cocina han emprendido caminos que no siempre van paralelos, básicamente porque tanto una como otra han dejado de tener el hambre como telón de fondo. Al menos, en España,  poco a poco y en lo que a caza toca, estamos poniendo el acento más en el lance vivido que en la presa conseguida. Esto lo da cazar sin hambre.



A mí me da mucha pena cuando en los repartos la gente no quiere la caza muerta: unas veces por no tener quién la sepa aviar y guisar; otras, por no mancharse la memoria con el olor machacón de las liebres. Tampoco es descabellado pensar en caras de repugnancia al volver a casa con caza en el morral. Sucede más en los cazadores de la ciudad y en sus familias, porque no hay costumbre de espumar caldos ni de coger los tomates directamente de la mata. Los alimentos llegan a la nevera con una asepsia que les da lejanía. En los pueblos es distinto. Es raro que en las cercanías del cazador de un pueblo no haya una madre, una tía, o una abuela, de las que no hacen remilgos a una cosecha de pelo y pluma. Ellas,  antes que el olor a carne cruda y a sangre detenida, olerán el que luego tenga junto unas patatas nuevas, un buen sofrito y el fuego lento y necesario.



Comer la caza es un homenaje al animal muerto, un acto de respeto mínimo para que la caza no se convierta en un manantial de muerte inútil. A los animales del campo se les entierra en el estómago para eslabonar la muerte con la vida. Es una vergüenza tirar la caza a la basura. A la caza abatida hay que honrarla en el puchero o en la sartén para que el lance que trajo la muerte del animal tenga una continuidad en la memoria del paladar, que dura casi tanto como la vida.



Ojalá la cocina fuera asignatura obligatoria en las escuelas,  al menos, en sus conceptos más básicos. Eso serviría para que no se perdiera el contacto entre el origen y el destino de los alimentos, que hoy es una cadena de papel mojado para la mayoría de los adolescentes. Bañar a las perdices con chocolate; cocinar un civet de liebre o de jabalí; endulzar el venado con frambuesa o encumbrar las codornices flambeándolas con ron y rellenándolas con foie, debería ser el final necesario de todo acto de caza. No es tan difícil, sólo es cuestión de quitarse la canana  y ponerse el delantal, añadirle unas cucharadas de tiempo y salpimentar con cariño.  La caza, para eso, es muy agradecida.



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