Pongo pie con estas palabras en
un jardín del que no sé si saldré sin daño pues parece una paradoja
irresoluble ser cazador y, al tiempo, condenar la fiesta de los toros. Eso es
zarza de mucha espina, tercio de banderillas del que no escaparé sin algún
chicotazo en las costillas. Las veces que me he atrevido a decirlo en público
me han hecho callar por ser, por mi afición a la caza, también yo un matador;
peor aún, pues la muerte que yo doy viene empañada por la distancia que pone la
pólvora, que no tiene nada que ver con el duelo más equilibrado que existe entre
el pitón y el estoque. En pocas ocasiones me han dejado ir más allá, por eso
ahora que tengo la palabra de mi mano quiero dejar escrito el porqué de mi
mucho atrevimiento.
Parto de las semejanzas. En los
toros y en la caza hay muerte sin hambre de por medio; ambas pasiones beben de la
sangre de animales que casi siempre terminan muertos; en unos y en otra, hay
dolor, miedo, sudor y gozo. Ambas
actividades se sirven de la bravura del que está al otro lado del visor o de la
espada; en la suerte suprema se alinean ojo, espada y cerviz; en la caza, el
estoque se hace rifle. La caza y los toros son motivo de fiesta y alterne,
hacen doctas las opiniones de sus aficionados y convierten cualquier tiempo
pasado en mejor. En ambas se utiliza el auxilio de animales domésticos: los
caballos y las mulas de las corridas se hacen podencos para la caza e igual
valen para tirar del yugo de la muerte que se pretende. En las Ventas y en las
monterías se hermana lo rancio y lo plebeyo de la sociedad, el escote
prodigioso y el abanico volantón con el bocadillo de chorizo; unos a la sombra
y desde la barrera y otros bajo el sol ardiente de cotos sin apenas caza.
Hasta aquí, toros y caza parecen
ir de la mano, pero a mí me puede la diferencia que inevitablemente veo. El
toro, mucho antes de salir de toriles, ya es un animal condenado a muerte. Eso
no le ocurre a la caza salvaje – los cercones y las sueltas sólo son malos remedos
de la caza-. En el ruedo, el toro no tiene posibilidad de escapar, cuando los
areneros terminan de alisar el albero y redoblan los tambores, llega la hora de
arrimar al bravío del astado el arte con el que el torero lo tienta, con el
capote o la muleta, para recibir en ellos las arremetidas de pánico y engaño de
un animal aterrorizado que dará su embestida última contra el acero de una
espada. Afirmo en el toreo una estética de sangre: la belleza también se viste
de luces en los pases de pecho, en las medias verónicas o en los recortes del
rejoneo, eso no hay quien lo niegue; pero cuando se clava la pica, cuando
imagino el dolor de las banderillas, cuando veo boquear sangre a un animal que
viste su miedo de bravura, me puede el vómito y aparto la mirada. Igual me ha
ocurrido las veces que he visto tirar al pichón o disparar sobre codornices a
tubo.
Sé que mi argumento se sostiene
con vigas de papel, que al fin y al cabo quien da muerte no está en disposición
de criticar a quien igualmente la ofrece sólo que a espada. En la caza y en los toros los
motivos son distintos – seguramente igual de ilegítimos- pero la muerte es la
misma. Me aferro a la incertidumbre del resultado que existe en la caza y no en
los toros para no ver en esta contradicción atroz – que es la de dar distintos
valores subjetivos a la muerte- un callejón sin salida, una suerte de espejo en
el que no quiero verme siempre con las manos manchadas de sangre.
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