Leo en un periódico regional que
la mitad de los perros abandonados durante este año en la provincia de Palencia
son perros de caza. Si visito en Internet las páginas de alguno de los refugios
para perros abandonados adivino la sangre de bretones, pointers y, sobre todo, de podencos, en la
mirada incrédula de los que posan ante las cámaras buscando alguien que les
quiera. No hay año en el que no se me caiga la cara de vergüenza frente a un
galgo ahorcado. Hay perros de rehala que parecen recién salidos de Auswitch
y otros muchos guardan en sus costillares la vergüenza de los perdigones
disparados a propósito. La vejez y la mediocridad para muchos perros de caza es
un trámite que sus dueños consideran en todo caso prescindible.
En las perreras de muchos
cazadores hay poco sitio para los perros vulgares porque en el siglo en que
vivimos peligrosamente no hay tiempo para los que habitan en el furgón de cola.
La vergüenza de estos abandonos normalmente es un acto de despojo clandestino
del que muchos luego hacen alarde en los bares, que es donde algunos visten de
chiste conductas que no hay manera de encontrarles la gracia. Lo malo es que
muchos todavía se ríen.
Pero para nuestra vergüenza no
hay que llegar a estas conductas extremas. Muchos de los que luego fardan de
conservacionistas no dudan en apretar el gatillo sobre un conejo de bolo, una
perdiz a peón o un jabalí que todavía no se ha quitado el traje de rayas. Todo
sea por las estadísticas de fin de temporada pues todo vale para arrimar un
palote a la suma de la cuenta final. Qué decir de los que le arriman la cerilla
a un zarzal, disparan desde el coche o creen que el cupo es todo menos una
cartilla de racionamiento. Y esto que aquí digo todos sabemos que es una suma
de excepciones con pinta de regla.
Así no hay forma. En ocasiones
como ésta, en la que adivino detrás de la noticia en prensa, la tristeza de
tantos perros palentinos, siento ganas de tirar la toalla, enmudecer y dejar
que la arena del desierto me llene la boca de predicar, que no otra cosa hacemos
los que, escribiendo, nos afanamos en redimir nuestro colectivo ante la
sociedad y también, ante nosotros mismos.
Si pretendemos no enrojecer al
reconocernos públicamente como cazadores tenemos que aprender a matar
dignificando la vida. Esto que aquí digo parece una contradictio in
terminis, pero no lo es. Este venero
de luces y sombras que es la caza necesita de la vida tanto como de la muerte.
Sólo mimando la primera podremos dar la segunda sin esconder la mano. Por eso, hay que hacer lo posible para sacar
de nuestro lado a tanto impresentable capaz de abandonar a sus perros en la
llanura de soledad de la Tierra de Campos. Sólo sobre la base del respeto
podremos matar conservando, que es el Norte que pretendemos. Todo lo demás,
será predicar y no dar un tanto así de trigo.
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