Cuando conocí a Jim “Ridgeback” O´Sullivan me pareció un
hombre con una simpatía que, de no entenderla bien, podía rayar en la
petulancia. Con la piel curtida por el sol de su Australia natal – no pregunté
por su apellido irlandés- su media barba cerrada y sus profundos ojos verdes,
derrochaba vivencias como otros prodigan aburrimiento. Como hombre más viajado
que leído, siempre tenía una historia nueva que contar, pero era al hablar de
caza cuando se esponjaba como un palomo ladrón. Gastaba un diente de oro y un
tatuaje en el bíceps en forma de alambrada de espino. A mí me recordaba mucho a
“Cocodrilo Dundee” sólo que éste, en lugar de cocodrilos, cazaba jabalíes con
sus Ridgeback Rhodesians, unos perros de los que hasta entonces nunca había
oído hablar.
A Jim O´Sullivan le apodaron
“Ridgeback” porque se llevó de Sudáfrica una pareja de esto perros. De los
Ridgeback Rhodesian decía que eran perros esencialmente de guarda, pensados
para defender lo del amo como si fuera suyo, aunque también la policía
sudafricana los utilizaba para templar ánimos, porque su presencia imponía un
respeto casi automático a la ley, aunque ésta fuera la del “apartheid” más
cruel. Mientras yo arqueaba una ceja, él
afirmaba que se llevó los cachorros porque, durante un safari, vio cómo dos de
estos perros mataban a una hiena; y en otra ocasión, decía, se habían hecho con
un león adulto al que un mal tiro le había mancado una de sus patas traseras. A
mí todo aquello me pareció mucha hogaza para un par de pollos, aunque éstos
fueran capones que encrestaran como gallos dominicanos de pelea. Por prudencia
– y porque Jim “Ridgeback” O´Sullivan era un tipo simpático que no parecía
estar mintiendo- me di un punto en la boca y le dejé hablar.
Ése silencio prudente que
entonces mantuve y, sin duda alguna, también la mano invisible y caprichosa del
azar, fueron los que, años después y durante un viaje por el interior de
Australia, me llevaron de nuevo junto a
Jim. Nos encontramos en un bar de carretera y lo primero que me preguntó era
cuándo tenía que irme; no por descortesía, sino por invitarme al rancho donde
vivía y enseñarme sus Ridgeback Rhodesians para ir con ellos de caza. Como
soy por naturaleza facilón y también
porque realmente no tenía un destino fijo en mi ruta, dije que sí y marché con
él.
No puedo olvidar el
estremecimiento que me sacudió cuando vi por vez primera a sus perros. Me
saludaron con los dientes hacia fuera, como el intruso que realmente era. Con
una voz que mi inglés no pudo comprender silenció a los perros y me invitó a
pasar dentro de las perreras. Cualquiera que sepa cómo son estos perros hubiera
entendido por qué rechacé aquella invitación, pues los Ridgeback Rhodesians son
más altos que los mastines y tienen un pelo corto, pardo y brillante, que se
ajusta a su musculatura, engalanando la increíble fuerza elástica que de su
cuerpo brutal. De no ser porque con su dueño eran casi tan zalameros como un
bretón, hubiera pensado que aquellas bestias tenían poco de perro. Cuando me
dijo que un cachorro de cinco meses pesaba unos treinta kilos se me quitaron
las ganas de preguntar el peso de un macho adulto.
Al día siguiente comprobé que lo
que había contado de aquellos perros podía ser perfectamente verdad. Vi como
dos de ellos paraban a un jabalí retinto y metido en kilos casi con la misma
facilidad con la que un téckel sujeta a un conejo. Cuando Jim llegó con el
cuchillo casi no tuvo ni qué rematar. A prudente distancia vi cómo Jim separaba
a su perros con palabras que tampoco pude entender.
.- ¿En qué idioma hablas a tus perros? –
pregunté.
.- En maorí, les llega mejor a
los huesos y obedecen antes – contestó Jim.
Plenamente convencido de que
estaba viviendo una aventura con el auténtico “Cocodrilo Dundee”,
disfruté viendo la caza de estos perros que no se ven en los furgones de las
rehalas españolas. El Rhodesian tiene un galope tosco, en nada parecido a lo
ligero de un podenco. Mover ochenta o más kilos con levedad debe resultar muy
difícil hasta para un perro de su porte. Con la espesura del monte no se
arrugan si van con la sangre caliente, y aunque no son terriers, no le hacen
ascos ni a zarzas ni a espinos. De nariz
tampoco andan tan sobrados como los campaneros, pero les vale para algo más que
para sonarse los mocos, y en varias ocasiones vi a los Ridgeback Rhodesian
seguirle los tufos a un cochino en fuga hasta dar con él.
Es ahí, en la mordida, donde este
perro coge las hechuras de un dios violento e implacable, porque todo su cuerpo
se proyecta, se obstina, en las mandíbulas y en la fuerza atroz de la muerte
que atenazan cuando han mordido en carne. No me extraña que Jim no quisiera
coger un rifle ante aquella forma esencial de dar muerte. Fue en aquel momento
cuando comprendí por qué muchos rehaleros, frente al cuchillo, consideran las
armas de fuego como herramientas del pasado.
Después de aquellos días no he
vuelto a ver a Jim “Ridgeback” O´Sullivan. Imagino que andará por cualquier
rincón del mundo, viendo en otros cazadores incrédulos el efecto del diente de
oro de su sonrisa, mientras les cuenta que los Ridgeback Rhodesian son perros
capaces de matar una hiena sudafricana o de parar a un león herido.
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