martes, 31 de marzo de 2015

Jim “Ridgeback” O´Sullivan



Cuando conocí a Jim “Ridgeback” O´Sullivan me pareció un hombre con una simpatía que, de no entenderla bien, podía rayar en la petulancia. Con la piel curtida por el sol de su Australia natal – no pregunté por su apellido irlandés- su media barba cerrada y sus profundos ojos verdes, derrochaba vivencias como otros prodigan aburrimiento. Como hombre más viajado que leído, siempre tenía una historia nueva que contar, pero era al hablar de caza cuando se esponjaba como un palomo ladrón. Gastaba un diente de oro y un tatuaje en el bíceps en forma de alambrada de espino. A mí me recordaba mucho a “Cocodrilo Dundee” sólo que éste, en lugar de cocodrilos, cazaba jabalíes con sus Ridgeback Rhodesians, unos perros de los que hasta entonces nunca había oído hablar.


 A Jim O´Sullivan le apodaron “Ridgeback” porque se llevó de Sudáfrica una pareja de esto perros. De los Ridgeback Rhodesian decía que eran perros esencialmente de guarda, pensados para defender lo del amo como si fuera suyo, aunque también la policía sudafricana los utilizaba para templar ánimos, porque su presencia imponía un respeto casi automático a la ley, aunque ésta fuera la del “apartheid” más cruel.  Mientras yo arqueaba una ceja, él afirmaba que se llevó los cachorros porque, durante un safari, vio cómo dos de estos perros mataban a una hiena; y en otra ocasión, decía, se habían hecho con un león adulto al que un mal tiro le había mancado una de sus patas traseras. A mí todo aquello me pareció mucha hogaza para un par de pollos, aunque éstos fueran capones que encrestaran como gallos dominicanos de pelea. Por prudencia – y porque Jim “Ridgeback” O´Sullivan era un tipo simpático que no parecía estar mintiendo- me di un punto en la boca y le dejé hablar.



Ése silencio prudente que entonces mantuve y, sin duda alguna, también la mano invisible y caprichosa del azar, fueron los que, años después y durante un viaje por el interior de Australia,  me llevaron de nuevo junto a Jim. Nos encontramos en un bar de carretera y lo primero que me preguntó era cuándo tenía que irme; no por descortesía, sino por invitarme al rancho donde vivía y enseñarme sus Ridgeback Rhodesians para ir con ellos de caza. Como soy  por naturaleza facilón y también porque realmente no tenía un destino fijo en mi ruta, dije que sí y marché con él.



No puedo olvidar el estremecimiento que me sacudió cuando vi por vez primera a sus perros. Me saludaron con los dientes hacia fuera, como el intruso que realmente era. Con una voz que mi inglés no pudo comprender silenció a los perros y me invitó a pasar dentro de las perreras. Cualquiera que sepa cómo son estos perros hubiera entendido por qué rechacé aquella invitación, pues los Ridgeback Rhodesians son más altos que los mastines y tienen un pelo corto, pardo y brillante, que se ajusta a su musculatura, engalanando la increíble fuerza elástica que de su cuerpo brutal. De no ser porque con su dueño eran casi tan zalameros como un bretón, hubiera pensado que aquellas bestias tenían poco de perro. Cuando me dijo que un cachorro de cinco meses pesaba unos treinta kilos se me quitaron las ganas de preguntar el peso de un macho adulto.



Al día siguiente comprobé que lo que había contado de aquellos perros podía ser perfectamente verdad. Vi como dos de ellos paraban a un jabalí retinto y metido en kilos casi con la misma facilidad con la que un téckel sujeta a un conejo. Cuando Jim llegó con el cuchillo casi no tuvo ni qué rematar. A prudente distancia vi cómo Jim separaba a su perros con palabras que tampoco pude entender.



.-  ¿En qué idioma hablas a tus perros? – pregunté.

.- En maorí, les llega mejor a los huesos y obedecen antes – contestó Jim.



Plenamente convencido de que estaba viviendo una aventura con el auténtico “Cocodrilo Dundee”, disfruté viendo la caza de estos perros que no se ven en los furgones de las rehalas españolas. El Rhodesian tiene un galope tosco, en nada parecido a lo ligero de un podenco. Mover ochenta o más kilos con levedad debe resultar muy difícil hasta para un perro de su porte. Con la espesura del monte no se arrugan si van con la sangre caliente, y aunque no son terriers, no le hacen ascos ni a zarzas ni a espinos.  De nariz tampoco andan tan sobrados como los campaneros, pero les vale para algo más que para sonarse los mocos, y en varias ocasiones vi a los Ridgeback Rhodesian seguirle los tufos a un cochino en fuga hasta dar con él.



Es ahí, en la mordida, donde este perro coge las hechuras de un dios violento e implacable, porque todo su cuerpo se proyecta, se obstina, en las mandíbulas y en la fuerza atroz de la muerte que atenazan cuando han mordido en carne. No me extraña que Jim no quisiera coger un rifle ante aquella forma esencial de dar muerte. Fue en aquel momento cuando comprendí por qué muchos rehaleros, frente al cuchillo, consideran las armas de fuego como herramientas del pasado.



Después de aquellos días no he vuelto a ver a Jim “Ridgeback” O´Sullivan. Imagino que andará por cualquier rincón del mundo, viendo en otros cazadores incrédulos el efecto del diente de oro de su sonrisa, mientras les cuenta que los Ridgeback Rhodesian son perros capaces de matar una hiena sudafricana o de parar a un león herido.







No hay comentarios:

Publicar un comentario