viernes, 20 de marzo de 2015

El pozo (enero de 2005)



A los cinco galgos de Alaejos, Valladolid, que la noche de Reyes de 2005 fueron rescatados del fondo de un pozo al que habían sido brutalmente arrojados varios días atrás.

Cuando recuerdo aquellos días siempre cierro los ojos. Es como si el tiempo transcurrido en el fondo del pozo se amasara, como la plastilina, para formar un todo compacto en el que es imposible distinguir un día de otro, una noche de otra, un miedo de otro. La memoria, al menos durante la vigilia, es piadosa con el espanto. Ahora, que comienzo a caminar de nuevo, que otra vez me dejo acariciar por el hombre, es como si aquellos días se hicieran muy lejanos, quizá sea porque el instinto de supervivencia también vale para alimentar al olvido. Pero antes de que todo aquel horror se borre quiero dejar aquí escrito lo que de él recuerdo, con la esperanza de que alguna vez sirva para que no vuelva a suceder.

 Aquella noche de enero dos hombres vinieron a buscarnos a la perrera. De mi jaula sacaron a otro galgo que se había tronzado una pata en un mal barbecho y que a los ojos del amo ya no valía sino para gastar pan duro; y también a mí, supongo que por la cojera que da la vejez, que igual nos hace inútiles para correr liebres, que es para lo único que nos quieren la mayoría. Y no digo todos, porque todavía no quiero renunciar al sueño que recién acabo de comenzar, porque parece que detrás de mi nuevo amo hay un hombre y no una mala bestia.

De la caída por el interior del pozo no recuerdo nada. Quedé conmocionado y el primer recuerdo que tengo es el del dolor agudísimo en la cadera que hoy todavía me hace renquear, y el escozor de las desolladuras en los ijares que debí hacerme al rasparme con las paredes durante la caída. También, el hedor nauseabundo de los cadáveres de otros galgos que antes que nosotros habían sido arrojados al pozo. Todos chillábamos en un concierto enloquecido y estridente para galgos desahuciados. Con el paso de las horas se fue haciendo el silencio. Cada uno habíamos encontrado un rincón para tumbarnos en aquel osario negro y hacernos a la idea de lo que nos quedaba por esperar. Imagino que los demás también estaban cerrando los ojos para no comprobar - una vez más - que daba igual tenerlos abiertos, por ser la oscuridad la misma.

Es curioso lo que tarda en aparecer el hambre cuando uno sólo espera la muerte. Sin embargo llega,  primero tímidamente, como si al estómago le diera vergüenza pedir alimento en una situación así; después rabiosa, imperativamente con la urgencia de lo inaplazable. Prefiero no recordar lo que llegué a comer por seguir vivo. Lo suficiente para anestesiar su presencia obsesiva. Sed es lo único que no pasamos porque por las paredes del pozo todavía se filtraba un hilo de agua como un fluir de esperanza.

Como en una mala versión castellana del cuento de Borges, me sentí Tzinacán, el mago de la pirámide de Qaholom, a quien Pedro Alvarado encerrara en una cárcel profunda.   Una y otra vez traté de descifrar la sentencia mágica que un Dios tuvo que haber escrito el primer día de la Creación para redimir al hombre. Durante mucho tiempo la busqué en la piel  moribunda de los otros galgos durante los breves minutos del día en los que la luz del sol iluminaba su mirada moribunda. En vano traté de encontrar el porqué de la grandeza del hombre, la explicación a tanta obediencia ciega que le rendimos, y no encontraba más que las muestras de su miseria en las llagas ardientes de mis compañeros de sepultura.

Pasaron los días y poco a poco me fui olvidando de aquella extraña obsesión por encontrar un porqué a toda aquella atrocidad. Las fuerzas poco a poco comenzaron a fallarme. Caí en una especie de letargo, una suerte de anestesia para acelerar el paso del tiempo hacia su final.  De aquel estado me sacó mi compañero de jaula y de pozo, que una noche comenzó a ladrar desesperadamente al escuchar unos ruidos fuera del pozo. Poco después, contra la luz mediocre de la luna, me  pareció ver a un hombre asomarse al brocal del pozo; después le sentimos hablar aceleradamente. Horas después, el sonido de varios coches, luces que se encendieron y linternas que nos apuntaron con su luz.

La operación de rescate no fue fácil y les llevó varias horas sacarnos de allí. Muerto alguno y maltrechos todos, terminaron de sacarnos del pozo. Nuestra primera reacción fue de pánico, el hombre se había convertido para nosotros sólo en un dador de muerte. Supongo que por esa razón nos adormecieron.  Gracias a los calmantes entré en un sueño profundo y cálido, en el que de nuevo galopaba los páramos detrás las liebres, sintiendo su chillido último bajo mis dientes. Los galgos estamos hechos de viento y en aquel sueño, mientras corría, éste se metía  dentro de mí, aventándome el corazón.

Fue al despertar y en la tibieza de la mano que me acariciaba, cuando descubrí al fin la escritura de Dios, el lenguaje de su sentencia mágica, el porqué de su mandato inequívoco sobre nosotros, los perros, para servir ciegamente al hombre.


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