A los cinco galgos de Alaejos, Valladolid, que la noche de
Reyes de 2005 fueron rescatados del fondo de un pozo al que habían sido
brutalmente arrojados varios días atrás.
Cuando recuerdo aquellos días siempre cierro los ojos. Es
como si el tiempo transcurrido en el fondo del pozo se amasara, como la
plastilina, para formar un todo compacto en el que es imposible distinguir un
día de otro, una noche de otra, un miedo de otro. La memoria, al menos durante
la vigilia, es piadosa con el espanto. Ahora, que comienzo a caminar de nuevo,
que otra vez me dejo acariciar por el hombre, es como si aquellos días se
hicieran muy lejanos, quizá sea porque el instinto de supervivencia también
vale para alimentar al olvido. Pero antes de que todo aquel horror se borre
quiero dejar aquí escrito lo que de él recuerdo, con la esperanza de que alguna
vez sirva para que no vuelva a suceder.
Aquella noche de enero dos hombres vinieron a buscarnos a
la perrera. De mi jaula sacaron a otro galgo que se había tronzado una pata en
un mal barbecho y que a los ojos del amo ya no valía sino para gastar pan duro;
y también a mí, supongo que por la cojera que da la vejez, que igual nos hace
inútiles para correr liebres, que es para lo único que nos quieren la mayoría.
Y no digo todos, porque todavía no quiero renunciar al sueño que recién acabo
de comenzar, porque parece que detrás de mi nuevo amo hay un hombre y no una
mala bestia.
De la caída por el interior del pozo no recuerdo nada.
Quedé conmocionado y el primer recuerdo que tengo es el del dolor agudísimo en
la cadera que hoy todavía me hace renquear, y el escozor de las desolladuras en
los ijares que debí hacerme al rasparme con las paredes durante la caída.
También, el hedor nauseabundo de los cadáveres de otros galgos que antes que
nosotros habían sido arrojados al pozo. Todos chillábamos en un concierto
enloquecido y estridente para galgos desahuciados. Con el paso de las horas se
fue haciendo el silencio. Cada uno habíamos encontrado un rincón para tumbarnos
en aquel osario negro y hacernos a la idea de lo que nos quedaba por esperar.
Imagino que los demás también estaban cerrando los ojos para no comprobar - una
vez más - que daba igual tenerlos abiertos, por ser la oscuridad la misma.
Es curioso lo que tarda en aparecer el hambre cuando uno
sólo espera la muerte. Sin embargo llega,
primero tímidamente, como si al estómago le diera vergüenza pedir
alimento en una situación así; después rabiosa, imperativamente con la urgencia
de lo inaplazable. Prefiero no recordar lo que llegué a comer por seguir vivo.
Lo suficiente para anestesiar su presencia obsesiva. Sed es lo único que no
pasamos porque por las paredes del pozo todavía se filtraba un hilo de agua
como un fluir de esperanza.
Como en una mala versión castellana del cuento de Borges,
me sentí Tzinacán, el mago de la pirámide de Qaholom, a quien Pedro Alvarado
encerrara en una cárcel profunda. Una y
otra vez traté de descifrar la sentencia mágica que un Dios tuvo que haber
escrito el primer día de la Creación para redimir al hombre. Durante mucho
tiempo la busqué en la piel moribunda de
los otros galgos durante los breves minutos del día en los que la luz del sol
iluminaba su mirada moribunda. En vano traté de encontrar el porqué de la
grandeza del hombre, la explicación a tanta obediencia ciega que le rendimos, y
no encontraba más que las muestras de su miseria en las llagas ardientes de mis
compañeros de sepultura.
Pasaron los días y poco a poco me fui olvidando de
aquella extraña obsesión por encontrar un porqué a toda aquella atrocidad. Las
fuerzas poco a poco comenzaron a fallarme. Caí en una especie de letargo, una
suerte de anestesia para acelerar el paso del tiempo hacia su final. De aquel estado me sacó mi compañero de jaula
y de pozo, que una noche comenzó a ladrar desesperadamente al escuchar unos
ruidos fuera del pozo. Poco después, contra la luz mediocre de la luna, me pareció ver a un hombre asomarse al brocal
del pozo; después le sentimos hablar aceleradamente. Horas después, el sonido
de varios coches, luces que se encendieron y linternas que nos apuntaron con su
luz.
La operación de rescate no fue fácil y les llevó varias
horas sacarnos de allí. Muerto alguno y maltrechos todos, terminaron de
sacarnos del pozo. Nuestra primera reacción fue de pánico, el hombre se había
convertido para nosotros sólo en un dador de muerte. Supongo que por esa razón
nos adormecieron. Gracias a los
calmantes entré en un sueño profundo y cálido, en el que de nuevo galopaba los
páramos detrás las liebres, sintiendo su chillido último bajo mis dientes. Los
galgos estamos hechos de viento y en aquel sueño, mientras corría, éste se
metía dentro de mí, aventándome el
corazón.
Fue al despertar y en la tibieza de la mano que me acariciaba,
cuando descubrí al fin la escritura de Dios, el lenguaje de su sentencia
mágica, el porqué de su mandato inequívoco sobre nosotros, los perros, para
servir ciegamente al hombre.
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