jueves, 26 de marzo de 2015

Hacer el Canelo



Cada cazador, sin siquiera darse cuenta, va construyendo a lo largo de su vida una biblioteca imaginaria en la que guarda la memoria no escrita de sus mejores lances, de los tirachinas y escopetas que pasaron por sus manos y, por supuesto, de los perros que le acompañaron a lo largo de su vida, compañeros fieles que por una u otra causa no soportaron la longevidad natural del hombre. Hoy quería contaros la historia de Canelo, el que fue mi perro de la infancia y cuya hazaña perruna merece estas líneas.


 Canelo era un perro de posguerra, flaco pues no los había gordos, medio podenco medio no sé qué, porque una mezcla de todas las sangres habitaba en la mayoría de los perros de aquellos años de estraperlo y hambruna. Canelo tenía el pelaje esperable en los de su nombre, uniforme, corto y pardo, sólo roto por alguna isla de pelo blanco y más de una cicatriz de las crueles pedradas de la infancia; prolongaba medio rabo con algún mechón de menos y tenía las orejas levantiscas pero abatidas hacia delante en su parte final. Vivo y despierto como buen superviviente, aprendió pronto a cazar, no sé si más por hambre que por afición, el caso es que rápido les buscaba las vueltas a los conejos en los aulagares más apretados para hacerlos salir a las escopetas. Cobraba la caza remolón y apretada de más entre los dientes, pero al final, cabalmente la entregaba a la mano sin romper y eso ya es ley en un perro.



Pero la gran historia de Canelo vino cuando un sobrino de mi padre pasó un verano con nosotros en el pueblo. Canelo, que no sabía de muestras, sacaba las codornices de lo espeso de los regueros con mucha facilidad. Se ve que, acostumbrado a las aulagas y a los zarzales, las filosas hojas de los carrizos le resultaban más una caricia que un castigo para los ojos. El caso es que mi primo se encaprichó tanto de Canelo que al final mi padre terminó por regalárselo, quizá sólo por verlo subir al maletero de aquel flamante Dodge con el que - desde entonces mi odiado primo- deslumbró al pueblo. A mi padre le gustaba presumir de riqueza familiar aunque él apenas tuviera para darnos de comer a todos y a mí me dejara sin el que, en aquel tiempo, era mi perro del alma. Pude sentir el miedo de Canelo en el interior oscuro del coche a través de la nube de polvo que dejó al marchar, y yo aguanté el tirón como pude, porque nadie me viera llorar, que eso era algo que en el pueblo lo teníamos casi prohibido.



Supe que el destino provisional de mi perro era un pueblo que distaba del mío más de ochenta kilómetros, pues mi primo seguía su peculiar ruta – curiosamente- al pueblo de mi tía, donde la codorniz era más tardía por ser ruta natural de paso en su viaje de regreso a África. Con los años comprendí que a mi primo no sólo le guiaba un afán familiar y que andaba más buscando el arrimo de las codornices que otro tipo de compañía. Pero ésa es otra historia y aquí no viene al caso.



 He de confesar que aquel verano me sentí estafado por mi padre y, a escondidas, una y otra vez deseaba que un milagro me devolviera a Canelo. Era por las noches, cuando no podía evitar cerrar los ojos y apretar los puños con una fiereza infantil, no sé si por no llorar o por seguir la fórmula leída en algún cuento cuando el protagonista hacía lo mismo con tal de que la historia tuviera un final feliz. Lo cierto es que desde entonces, no he dejado de hacer lo mismo cada vez que deseaba algo intensamente, pues aquellas improvisadas plegarias me trajeron, quince días después de que se fuera mi primo, a Canelo de vuelta. Una mañana volvió a casa y se tumbó en el quicio de la puerta como si nada hubiera pasado, como si realmente no se hubiera ido. Y así lo hubiera parecido si Canelo no tuviera una soga rota a mordiscos sobre el cuello, un costillar marcado hasta lo imposible por el hambre y un ejército de garrapatas habitándole la piel. Tenía las almohadillas aspeadas y una mirar no sé si más hambriento que cansado. Se veía de lejos que traía muchos kilómetros y mucho miedo a cuestas.



A algunos perros le pasa lo que a las palomas, que no hay maletero ni cajón que les oculte el Norte, y Canelo, en cuanto pudo, enfiló la vuelta a casa. Son misterios que ojalá nunca se desvelen, no sea que nos maten al niño que algunos llevamos dentro.



La tarde en que Canelo volvió avisaron a mi padre que tenía recado de mi primo donde Isabel, la de Teléfonos.



-  ¿Qué te ha dicho? – pregunté con miedo.

-  Que Canelo ha amanecido muerto- contestó mi padre.

-  ¿Le has dicho que está aquí?

-  No, sólo que unos de Madrid se han quedado con el Coto y que el año que viene, en verano, no va a poder ser lo de las codornices.

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