Cada cazador, sin
siquiera darse cuenta, va construyendo a lo largo de su vida una biblioteca
imaginaria en la que guarda la memoria no escrita de sus mejores lances, de los
tirachinas y escopetas que pasaron por sus manos y, por supuesto, de los perros
que le acompañaron a lo largo de su vida, compañeros fieles que por una u otra
causa no soportaron la longevidad natural del hombre. Hoy quería contaros la
historia de Canelo, el que fue mi perro de la infancia y cuya hazaña perruna
merece estas líneas.
Canelo era un perro
de posguerra, flaco pues no los había gordos, medio podenco medio no sé qué,
porque una mezcla de todas las sangres habitaba en la mayoría de los perros de
aquellos años de estraperlo y hambruna. Canelo tenía el pelaje esperable en los
de su nombre, uniforme, corto y pardo, sólo roto por alguna isla de pelo blanco
y más de una cicatriz de las crueles pedradas de la infancia; prolongaba medio
rabo con algún mechón de menos y tenía las orejas levantiscas pero abatidas
hacia delante en su parte final. Vivo y despierto como buen superviviente,
aprendió pronto a cazar, no sé si más por hambre que por afición, el caso es
que rápido les buscaba las vueltas a los conejos en los aulagares más apretados
para hacerlos salir a las escopetas. Cobraba la caza remolón y apretada de más
entre los dientes, pero al final, cabalmente la entregaba a la mano sin romper
y eso ya es ley en un perro.
Pero la gran
historia de Canelo vino cuando un sobrino de mi padre pasó un verano con
nosotros en el pueblo. Canelo, que no sabía de muestras, sacaba las codornices
de lo espeso de los regueros con mucha facilidad. Se ve que, acostumbrado a las
aulagas y a los zarzales, las filosas hojas de los carrizos le resultaban más
una caricia que un castigo para los ojos. El caso es que mi primo se encaprichó
tanto de Canelo que al final mi padre terminó por regalárselo, quizá sólo por
verlo subir al maletero de aquel flamante Dodge con el que - desde entonces mi
odiado primo- deslumbró al pueblo. A mi padre le gustaba presumir de riqueza
familiar aunque él apenas tuviera para darnos de comer a todos y a mí me dejara
sin el que, en aquel tiempo, era mi perro del alma. Pude sentir el miedo de
Canelo en el interior oscuro del coche a través de la nube de polvo que dejó al
marchar, y yo aguanté el tirón como pude, porque nadie me viera llorar, que eso
era algo que en el pueblo lo teníamos casi prohibido.
Supe que el destino
provisional de mi perro era un pueblo que distaba del mío más de ochenta
kilómetros, pues mi primo seguía su peculiar ruta – curiosamente- al pueblo de
mi tía, donde la codorniz era más tardía por ser ruta natural de paso en su
viaje de regreso a África. Con los años comprendí que a mi primo no sólo le
guiaba un afán familiar y que andaba más buscando el arrimo de las codornices
que otro tipo de compañía. Pero ésa es otra historia y aquí no viene al caso.
He de confesar que aquel verano me sentí
estafado por mi padre y, a escondidas, una y otra vez deseaba que un milagro me
devolviera a Canelo. Era por las noches, cuando no podía evitar cerrar los ojos
y apretar los puños con una fiereza infantil, no sé si por no llorar o por
seguir la fórmula leída en algún cuento cuando el protagonista hacía lo mismo
con tal de que la historia tuviera un final feliz. Lo cierto es que desde
entonces, no he dejado de hacer lo mismo cada vez que deseaba algo
intensamente, pues aquellas improvisadas plegarias me trajeron, quince días
después de que se fuera mi primo, a Canelo de vuelta. Una mañana volvió a casa
y se tumbó en el quicio de la puerta como si nada hubiera pasado, como si
realmente no se hubiera ido. Y así lo hubiera parecido si Canelo no tuviera una
soga rota a mordiscos sobre el cuello, un costillar marcado hasta lo imposible
por el hambre y un ejército de garrapatas habitándole la piel. Tenía las
almohadillas aspeadas y una mirar no sé si más hambriento que cansado. Se veía
de lejos que traía muchos kilómetros y mucho miedo a cuestas.
A algunos perros le
pasa lo que a las palomas, que no hay maletero ni cajón que les oculte el
Norte, y Canelo, en cuanto pudo, enfiló la vuelta a casa. Son misterios que
ojalá nunca se desvelen, no sea que nos maten al niño que algunos llevamos
dentro.
La tarde en que
Canelo volvió avisaron a mi padre que tenía recado de mi primo donde Isabel, la
de Teléfonos.
- ¿Qué te ha dicho? – pregunté con miedo.
- Que Canelo ha amanecido muerto- contestó mi
padre.
- ¿Le has dicho que está aquí?
- No, sólo que unos de Madrid se han quedado
con el Coto y que el año que viene, en verano, no va a poder ser lo de las
codornices.
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