lunes, 23 de marzo de 2015

El perro del traje gris



Los dedos de una mano me sobran para contar las personas que conozco que no formulan un juicio de valor al primer golpe de vista. Es casi imposible que no nos asalten los prejuicios cuando nos enfrentamos a una situación que no encaja, de entrada, en los moldes con los que nos manejamos en la vida.  De esa impureza del pensamiento no soy yo una excepción, lo reconozco, y esto que aquí cuento es prueba de ello y ocurrió la primera vez que vi a un braco de Weimar.

 De entrada, su dueño no me gustó. Bajó del lujoso todo-terreno vestido como de domingo, con una austriaca impoluta, unos pantalones de pana que no habían rozado una aulaga y una corbata que le atenazaba, como un cepo aristocrático, el cuello de la camisa. Tan pulcro le vi que sentí como vergüenza por no haberme duchado aquella mañana y por los jirones con los que los bajos de mis pantalones acusaban recibo de las zarzas. Llegué a pensar si no me había equivocado y había ido a una montería en lugar de a cazar conejos en los escobares toledanos. Después de saludar abrió la puerta del carrillo y de él salió Dune, que así se llamaba su braco de Weimar.

Dune era un macho fuerte, grande, con los músculos marcados bajo un pelo gris, corto y apretado, que le cubría como un manto de ceniza viva. Todos los ojos se fueron tras el trote ligero de aquel animal que nos miraba desde sus ojos verdes como intentando explicar el porqué de aquel silencio repentino. Volví a sentir cierto apocamiento al saber de los amores y cardillos que todavía guardaba, desde el domingo anterior, Vilma, mi setter, en las vedijas enmarañadas de su lana blanca.

Seguro de que el campo pondría a cada uno en su lugar abrimos la mano, cazando lentamente, como se debe cuando toca a conejos. Con un ojo en la búsqueda de Vilma y con otro en aquella extraña pareja que parecía recién salida de una boutique de la calle Serrano, fueron pasando los minutos. Para satisfacción de mi ego mezquino fue Vilma la primera en mostrar un conejo y yo el primero en sentir peso en el morral. Era como si el monte estuviera del lado de los que lo patean con alpargatas. Una especie de vindicación absurda de la obsoleta lucha de clases. Sin embargo, ni Dune ni su amo parecieron inmutarse de aquella victoria tan parcial como imbécil. El perro iba y venía sin alejarse, marcando su búsqueda con el movimiento armonioso de su medio rabo, sin carreras alocadas – “a gentleman will walk, but never run” -, obediente siempre a la llamada queda del amo. Era un trote armonioso, rítmico, como imparable. Al poco su rabo marcó un rastro con una cadencia frenética; le siguió una muestra en la que parecía estar más posando para una estatua que señalando el pálpito desquiciado de un conejo escondido. A la muestra siguió la huída gris; a ésta un disparo; y a su estruendo un cobro perfecto en el que el perro llevó dulcemente el conejo a la mano de su dueño.

A este lance siguieron otros. Vilma, ajena a mi asombro y a mis prejuicios, mostró con Dune un conejo a patrón. Los dos disparos sonaron casi al unísono y aunque el perro fue quien llevó el conejo a su amo, fue éste quién sin dudarlo, me lo ofreció a sabiendas de que su tiro se había quedado trasero. No hizo amago de sembrar una sola duda. Reconoció su fallo con la misma elegancia con la que después se ajustó la corbata.

El sol comenzó a apretar de más y mi perra comenzó a sentir su yugo de calor y el cansancio de sus galopes excesivos. En las bajeras de los escobares corre poco el aire y los setter están pensados más para los helechos que para la sequedad de las retamas. Sin embargo Dune seguía su ritmo, su incansable trote cochinero. Uno tras otro fue mostrando donde los demás perros ya sólo olían su cansancio. En la orilla de un rastrojo mostró de manera distinta y resultó codorniz: Toledo guarda estas sorpresas para los que cazan en sus tierras.

Al llegar de nuevo a los coches, Gonzalo, que así se llamaba el dueño de Dune, parecía como si no hubiera salido de él y que los conejos se habían puesto de acuerdo para no manchar con sangre su morral de marca. Todavía tengo mis dudas sobre si la gente elegante verdaderamente suda. Fue después de la comida y durante la partida de mus cuando comprendí que Gonzalo no sólo era un gran tirador y un digno compañero de caza, sino también – y quizá lo que es más importante- un buen perdedor de mus. Y la gente ofrece su mejor valía en las derrotas, aunque sea a los naipes.

Ya sin ningún pudor y durante la despedida, estuve acariciando la piel espesa de Dune, aquel regalo del Gran Ducado de Weimar, que con su buen hacer en el campo me enseñó a ver y a escuchar antes de juzgar y a no confundir el culo con las témporas.


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