Los dedos de una mano me sobran para contar las personas
que conozco que no formulan un juicio de valor al primer golpe de vista. Es
casi imposible que no nos asalten los prejuicios cuando nos enfrentamos a una
situación que no encaja, de entrada, en los moldes con los que nos manejamos en
la vida. De esa impureza del pensamiento
no soy yo una excepción, lo reconozco, y esto que aquí cuento es prueba de ello
y ocurrió la primera vez que vi a un braco de Weimar.
De entrada, su dueño no me gustó.
Bajó del lujoso todo-terreno vestido como de domingo, con una austriaca
impoluta, unos pantalones de pana que no habían rozado una aulaga y una corbata
que le atenazaba, como un cepo aristocrático, el cuello de la camisa. Tan
pulcro le vi que sentí como vergüenza por no haberme duchado aquella mañana y
por los jirones con los que los bajos de mis pantalones acusaban recibo de las
zarzas. Llegué a pensar si no me había equivocado y había ido a una montería en
lugar de a cazar conejos en los escobares toledanos. Después de saludar abrió
la puerta del carrillo y de él salió Dune, que así se llamaba su braco de
Weimar.
Dune era un macho fuerte, grande,
con los músculos marcados bajo un pelo gris, corto y apretado, que le cubría
como un manto de ceniza viva. Todos los ojos se fueron tras el trote ligero de
aquel animal que nos miraba desde sus ojos verdes como intentando explicar el
porqué de aquel silencio repentino. Volví a sentir cierto apocamiento al saber
de los amores y cardillos que todavía guardaba, desde el domingo anterior,
Vilma, mi setter, en las vedijas enmarañadas de su lana blanca.
Seguro de que el campo pondría a
cada uno en su lugar abrimos la mano, cazando lentamente, como se debe cuando
toca a conejos. Con un ojo en la búsqueda de Vilma y con otro en aquella
extraña pareja que parecía recién salida de una boutique de la calle Serrano,
fueron pasando los minutos. Para satisfacción de mi ego mezquino fue Vilma la
primera en mostrar un conejo y yo el primero en sentir peso en el morral. Era
como si el monte estuviera del lado de los que lo patean con alpargatas. Una
especie de vindicación absurda de la obsoleta lucha de clases. Sin embargo, ni
Dune ni su amo parecieron inmutarse de aquella victoria tan parcial como
imbécil. El perro iba y venía sin alejarse, marcando su búsqueda con el
movimiento armonioso de su medio rabo, sin carreras alocadas – “a gentleman
will walk, but never run” -, obediente siempre a la llamada queda del amo.
Era un trote armonioso, rítmico, como imparable. Al poco su rabo marcó un
rastro con una cadencia frenética; le siguió una muestra en la que parecía
estar más posando para una estatua que señalando el pálpito desquiciado de un
conejo escondido. A la muestra siguió la huída gris; a ésta un disparo; y a su estruendo
un cobro perfecto en el que el perro llevó dulcemente el conejo a la mano de su
dueño.
A este lance siguieron otros.
Vilma, ajena a mi asombro y a mis prejuicios, mostró con Dune un conejo a
patrón. Los dos disparos sonaron casi al unísono y aunque el perro fue quien
llevó el conejo a su amo, fue éste quién sin dudarlo, me lo ofreció a sabiendas
de que su tiro se había quedado trasero. No hizo amago de sembrar una sola
duda. Reconoció su fallo con la misma elegancia con la que después se ajustó la
corbata.
El sol comenzó a apretar de más y
mi perra comenzó a sentir su yugo de calor y el cansancio de sus galopes
excesivos. En las bajeras de los escobares corre poco el aire y los setter
están pensados más para los helechos que para la sequedad de las retamas. Sin
embargo Dune seguía su ritmo, su incansable trote cochinero. Uno tras otro fue
mostrando donde los demás perros ya sólo olían su cansancio. En la orilla de un
rastrojo mostró de manera distinta y resultó codorniz: Toledo guarda estas
sorpresas para los que cazan en sus tierras.
Al llegar de nuevo a los coches,
Gonzalo, que así se llamaba el dueño de Dune, parecía como si no hubiera salido
de él y que los conejos se habían puesto de acuerdo para no manchar con sangre
su morral de marca. Todavía tengo mis dudas sobre si la gente elegante
verdaderamente suda. Fue después de la comida y durante la partida de mus
cuando comprendí que Gonzalo no sólo era un gran tirador y un digno compañero
de caza, sino también – y quizá lo que es más importante- un buen perdedor de
mus. Y la gente ofrece su mejor valía en las derrotas, aunque sea a los naipes.
Ya sin ningún pudor y durante la
despedida, estuve acariciando la piel espesa de Dune, aquel regalo del Gran
Ducado de Weimar, que con su buen hacer en el campo me enseñó a ver y a
escuchar antes de juzgar y a no confundir el culo con las témporas.
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