viernes, 5 de junio de 2015

Vallas, gripes (diciembre 2006)



Las vallas, según desde qué lado se miren, están para impedir el paso o para saltarlas. Los que están dentro a veces quieren salir; los que andan fuera en según qué circunstancias quieren verse dentro. La vida también es ese trágico vaivén de saltos sobre alambres de espino. Digo esto después de ver unos guantes clavados sobre una alambrera de espino y un cochino tiroteado junto a una talanquera.  Las vallas, las alambreras y los muros, están para marcar la diferencia, para proteger lo que es de uno, o lo que es de otro, según – ya he dicho- el lado desde el que se mire. En los vidrios rotos y en las espinas que las coronan anida la vergüenza de su presencia muchas veces inevitable.

 En estos días, la negritud hambrienta de más allá del Sáhara busca su oportunidad en una Operación Triunfo sangrienta y desesperada, como cuando los conejos revientan las alambradas para roer los brotes tiernos de las viñas, porque fuera de la reja la comida es poca y los hambrientos muchos.  Que nadie tome a mal esta metáfora. Las fincas de caza cercadas tienen mucho de paraíso y de fortaleza a defender. A mi juicio de cazador casi exclusivo de menor, las vallas transfiguran en parte la esencia de la montería, de la caza en general, en cuanto privan al campo de sus puertas -que por naturaleza siempre han de estar abiertas- y por tanto disminuyen la incertidumbre del resultado de la jornada. Y esto es como quitarle el alma a la caza.

Y ahora viene lo de la gripe aviar, virus polizonte en el vuelo migratorio de los pájaros que nada saben de vallas ni de rejas cuando les da por atravesar continentes en su turismo recurrente y atávico. Escribo esto cuando se detecta el primer caso de la gripe en la isla griega de Chios, lo que es prueba de que tampoco las vallas de agua salada son obstáculo alguno para los virus.  Qué pasaría si en este país llegara el caso de tener un holocausto aviario, si el humo –que tampoco sabe de vallas-  de los cadáveres de codornices, rojas y faisanes, convirtiera cada granja en un Birkenau o en un Auswitch  para gallináceas.  Igual que pasó hace pocos años con la turalemia de las liebres, en un futuro no muy lejano podemos vernos con guantes de látex en el morral para cobrar un pájaro que en el fondo luego no nos atreveremos a comer. No quiero ni imaginarlo por la tristeza de la idea y también porque la caza tiene un tanto por ciento de mugre que, se quiera o no, forma parte inequívoca de su sabor.

Ojalá descubra que mi bola de cristal la compraron en un todo a cien pero, o mucho me equivoco o terminaremos yendo de caza vestidos de serenos, con un manojón de llaves con el que ir abriendo y cerrando cancelas, al menos mientras el sonoro vuelo de las perdices sea más rápido que el de virus aviar, cosa que está por probar.

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