Las vallas, según desde qué lado se miren, están para
impedir el paso o para saltarlas. Los que están dentro a veces quieren salir;
los que andan fuera en según qué circunstancias quieren verse dentro. La vida
también es ese trágico vaivén de saltos sobre alambres de espino. Digo esto
después de ver unos guantes clavados sobre una alambrera de espino y un cochino
tiroteado junto a una talanquera. Las
vallas, las alambreras y los muros, están para marcar la diferencia, para
proteger lo que es de uno, o lo que es de otro, según – ya he dicho- el lado
desde el que se mire. En los vidrios rotos y en las espinas que las coronan
anida la vergüenza de su presencia muchas veces inevitable.
En estos días, la negritud hambrienta de más allá del Sáhara
busca su oportunidad en una Operación Triunfo sangrienta y desesperada, como
cuando los conejos revientan las alambradas para roer los brotes tiernos de las
viñas, porque fuera de la reja la comida es poca y los hambrientos muchos. Que nadie tome a mal esta metáfora. Las
fincas de caza cercadas tienen mucho de paraíso y de fortaleza a defender. A mi
juicio de cazador casi exclusivo de menor, las vallas transfiguran en parte la
esencia de la montería, de la caza en general, en cuanto privan al campo de sus
puertas -que por naturaleza siempre han de estar abiertas- y por tanto
disminuyen la incertidumbre del resultado de la jornada. Y esto es como
quitarle el alma a la caza.
Y ahora viene lo de la gripe aviar, virus polizonte en el
vuelo migratorio de los pájaros que nada saben de vallas ni de rejas cuando les
da por atravesar continentes en su turismo recurrente y atávico. Escribo esto
cuando se detecta el primer caso de la gripe en la isla griega de Chios, lo que
es prueba de que tampoco las vallas de agua salada son obstáculo alguno para
los virus. Qué pasaría si en este país
llegara el caso de tener un holocausto aviario, si el humo –que tampoco sabe de
vallas- de los cadáveres de codornices,
rojas y faisanes, convirtiera cada granja en un Birkenau o en un Auswitch para gallináceas. Igual que pasó hace pocos años con la
turalemia de las liebres, en un futuro no muy lejano podemos vernos con guantes
de látex en el morral para cobrar un pájaro que en el fondo luego no nos
atreveremos a comer. No quiero ni imaginarlo por la tristeza de la idea y
también porque la caza tiene un tanto por ciento de mugre que, se quiera o no,
forma parte inequívoca de su sabor.
Ojalá descubra que mi bola de cristal la compraron en un
todo a cien pero, o mucho me equivoco o terminaremos yendo de caza vestidos de
serenos, con un manojón de llaves con el que ir abriendo y cerrando cancelas, al
menos mientras el sonoro vuelo de las perdices sea más rápido que el de virus
aviar, cosa que está por probar.
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