Colgar la escopeta de forma voluntaria y definitiva es una
decisión traumática, al menos para los cazadores que lo somos desde el destete.
Cosa distinta es el significado de esa misma decisión para aquellos cazadores
que lo son de manera sobrevenida, es decir, aquellos que llegaron a la caza por
razones distintas a un imperativo atávico y primario. Para estos últimos, dejar
de cazar es más fácil, menos doloroso, les basta con una razón que les asista:
dinero, cambios de residencia, circunstancias familiares, hasta el mismo
aburrimiento puede ser causa suficiente para decir - como lo haría Gary
Cooper- adiós a las armas.
Sin embargo, para los cazadores de sangre, esta decisión
no se toma exclusivamente sobre criterios racionales. Fuera de los casos en los
que la salud o la vejez pone sus imperativos sobre la mesa, no conozco ni un
sólo cazador que haya dejado de cazar únicamente por una razón objetiva. Los
cazadores que lo son desde su raíz más íntima sólo dejan la caza por causas
subjetivas, normalmente relacionadas con la muerte y el protagonismo que ésta
pueda cobrar en sus propias vidas. Matar
al perro de uno por apretar el gatillo a destiempo puede ser una razón. Eso le
puede pasar a cualquiera por añoso que sea en la escopeta. Yo lo he visto de
cerca y no quiero imaginar cuál hubiera sido mi reacción si aquella muerte
estúpida y a destiempo le hubiera tocado a una de mis perras. Ya no digo si el herido o el muerto fuera un
compañero de caza o un fulano que estaba vendimiando o vareando un olivo. Razón
de más.
Hace unos pocos meses la tentación – afortunadamente
pasajera- de olvidarme de la escopeta no llegó de la mano de un accidente de
caza, sino como consecuencia de la muerte, por causas odiosamente naturales, de
una persona muy querida y cercana a mí. La muerte, cuando muestra su presencia
brutal, su risa de niebla, su desfachatez a la hora de traer ausencias, nos
sacude desde los cimientos de la infancia hasta la última cana. Todo se vuelve
cuestionable y más relativo aún si cabe. En esas circunstancias, plantearse
nuestra legitimación última para matar se me antoja algo inevitable.
Luego de aquel espanto llegó el domingo siguiente. No es
bueno irse sólo al campo cargado de tristeza, se mira la escopeta de otra
forma, sobre todo si uno hace un alto cinco minutos sólo por sentir el viento
en la cara. De aquel paréntesis negro me sacó la perra, que a mi espalda estaba
puesta en una espartera, esperando a que me dejara de llantos y viniera a matar
el conejo que tenía delante de los morros. Así lo hice, sin pensar, como guiado
por un protocolo heredado de la prehistoria. Comprendí entonces que hay
pulsiones, como la caza, que son más fuertes que la razón; a las que hay
arrostrar sólo por ver cómo los mecanismos de supervivencia amordazan por una
vez a la conciencia. Cazar también es una manera de beber el agua según sale
del manadero y ese trago esencial limpia hasta la mancha de mora que deja la
pena. Por eso, y de momento, que otros
cuelguen la escopeta, que yo sigo cazando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario