martes, 16 de junio de 2015

Dejar de cazar



Colgar la escopeta de forma voluntaria y definitiva es una decisión traumática, al menos para los cazadores que lo somos desde el destete. Cosa distinta es el significado de esa misma decisión para aquellos cazadores que lo son de manera sobrevenida, es decir, aquellos que llegaron a la caza por razones distintas a un imperativo atávico y primario. Para estos últimos, dejar de cazar es más fácil, menos doloroso, les basta con una razón que les asista: dinero, cambios de residencia, circunstancias familiares, hasta el mismo aburrimiento puede ser causa suficiente para decir - como lo haría Gary Cooper-  adiós a las armas.

 Sin embargo, para los cazadores de sangre, esta decisión no se toma exclusivamente sobre criterios racionales. Fuera de los casos en los que la salud o la vejez pone sus imperativos sobre la mesa, no conozco ni un sólo cazador que haya dejado de cazar únicamente por una razón objetiva. Los cazadores que lo son desde su raíz más íntima sólo dejan la caza por causas subjetivas, normalmente relacionadas con la muerte y el protagonismo que ésta pueda cobrar en sus propias vidas.  Matar al perro de uno por apretar el gatillo a destiempo puede ser una razón. Eso le puede pasar a cualquiera por añoso que sea en la escopeta. Yo lo he visto de cerca y no quiero imaginar cuál hubiera sido mi reacción si aquella muerte estúpida y a destiempo le hubiera tocado a una de mis perras.  Ya no digo si el herido o el muerto fuera un compañero de caza o un fulano que estaba vendimiando o vareando un olivo. Razón de más.

Hace unos pocos meses la tentación – afortunadamente pasajera- de olvidarme de la escopeta no llegó de la mano de un accidente de caza, sino como consecuencia de la muerte, por causas odiosamente naturales, de una persona muy querida y cercana a mí. La muerte, cuando muestra su presencia brutal, su risa de niebla, su desfachatez a la hora de traer ausencias, nos sacude desde los cimientos de la infancia hasta la última cana. Todo se vuelve cuestionable y más relativo aún si cabe. En esas circunstancias, plantearse nuestra legitimación última para matar se me antoja algo inevitable.

Luego de aquel espanto llegó el domingo siguiente. No es bueno irse sólo al campo cargado de tristeza, se mira la escopeta de otra forma, sobre todo si uno hace un alto cinco minutos sólo por sentir el viento en la cara. De aquel paréntesis negro me sacó la perra, que a mi espalda estaba puesta en una espartera, esperando a que me dejara de llantos y viniera a matar el conejo que tenía delante de los morros. Así lo hice, sin pensar, como guiado por un protocolo heredado de la prehistoria. Comprendí entonces que hay pulsiones, como la caza, que son más fuertes que la razón; a las que hay arrostrar sólo por ver cómo los mecanismos de supervivencia amordazan por una vez a la conciencia. Cazar también es una manera de beber el agua según sale del manadero y ese trago esencial limpia hasta la mancha de mora que deja la pena.  Por eso, y de momento, que otros cuelguen la escopeta, que yo sigo cazando.


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