si
no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina,
o
simplemente si todos entendiésemos que todos
llevamos
un viejo encima...
( “Llegar a viejo” Joan Manuel Serrat)
Ser perro de caza y llegar a viejo es tentarle los machos
al destino, comprobar que el amo no sólo anda para acariciar juventudes y que
sabe estar a la altura de los años que pasan, de las canas que tiñen el morro
de blanco. A mí me ha llegado el tiempo donde la espiga se agosta y el tallo ya
no la aguanta firme, y no estoy haciendo metáforas, que el gusto por las
hembras ya casi no lo siento si no está muy maduro el fruto del celo, y eso,
como aquel que dice, son tres días. Al celo como a la caza ya sólo llego para
lo justo, cumplir con la muestra y si la pieza se va alicorta o coja, dejar el
cobro para los jóvenes, que si hace tiempo que dejé de estar para las liebres
que sacaba de la cama, ya también me ha llegado el de no estarlo tampoco para
los conejos desriñonados.
Y digo esto porque el domingo
pasado se me embocó un conejo tocado por el plomo en los mismos morros y el amo
se enfadó conmigo, porque me vio cerca y confió en mí y no quiso disparar de
nuevo y yo no pude con el aliento y tampoco con la cuesta arriba, y me quedé
ahí, como un imbécil, oliendo la boca oscura de la tierra por donde se escurrió
el conejo a morir oscuramente. Eso, sin ir más lejos, la temporada pasada no
hubiera ocurrido, que todavía sacaba redaños de donde no los hubiera para
apretar los riñones en la cuesta arriba y sujetar al herido con los dientes. Se
me amagan los belfos de la rabia que todavía siento.
Claro que también ser viejo tiene
sus ventajas, porque de nariz todavía ando joven y lo vientos igual me vienen
que hace diez años, cuando todavía era casi un cachorro. Y el corazón aún se me
acelera si el fato es de perdiz, que por las rojas siempre sentí debilidad,
quizá fuera por el tacto a la vez esponjoso y compacto que tienen entre los
dientes una vez muertas; y mi cuerpo, ya gordo y más feo que guapo, todavía se
esculpe en el aire, aguanta la muestra con más paciencia que nunca – el tiempo,
para los viejos, corre poco a poco y las prisas ya son sólo un recuerdo- y sé
que el amo se engalla delante de la cuadrilla cuando dice que fui yo el que le
hizo la postura.
- Ahí tenéis al abuelo – dice-
que las muestra con el bastón
Y cuando lo que pongo es un
conejo también tengo aprendida la lección. Y al romper, no le sigo, que al fin
comprendí que eso mismo a muchos les salva la vida por no atreverse el amo al
disparo si el perro lo late de cerca. Yo todavía guardo de la juventud dos
perdigones enquistados en la oreja por pasarme de rápido y de listo. Ahora dejo
que el gazapo se marche y que sea el amo quien le pare la carrera con el plomo;
si anda fino, claro.
Cosa de la vejez también es eso
de achararse cuando un jovencito se pone de más de gallo. Hace ya un par de años que sé que ni mis
músculos, ni mis reflejos, ni mis dientes están para pasarse de chulo, así que
cuando un macho joven dice quieto y parado, así me quedo, que me falta esto para
achantar el rabo entre las piernas e irme por la de atrás. Y es que cuando
cambia el tiempo aún se me resienten las cicatrices de la última pelea.
Ser viejo también tiene sus
ventajas. Como voy quedándome un poco sordo y un poco ciego, me hago sordo y ciego
del todo también cuando me interesa y así remoloneo de más en el parque si me
sacan a pasear, sabedor de que el amo ya nunca me pone una mano encima y todo
lo más, queda en echar algún juramento y acordarse de un tal Job y de su
paciencia, y yo no sé si la del amo es mucha o poca porque lo cierto es que a
los humanos ni cuando se es perro viejo se les entiende del todo.
Supongo que no está lejos el día
en el que yo también – como antes lo hicieran otros perros viejos de la
perrera- desaparezca un día para no volver nunca más. Sobre todo desde que no
me abandona esta tos y el aire me falta de continuo. Imagino que a ese viaje
también iré de la mano con el amo. Toda la vida detrás de él sin hacer
preguntas, no será yo quien ahora comience a pedirle explicaciones.
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