Como si fuera Dulcinea, Castilla- La Mancha ha aprovechado
el Cuarto Centenario para desnudarse en público, sin el menor pudor y al amor
de las palabras de Don Quijote. Parece que Cervantes hubiera inventado hace ya
cuatro siglos la belleza del trigo o el calor manchego de agosto. Algo parecido
le sucede a Granada con Lorca, a Jaén con Antonio Muñóz Molina o a la Alcarria
con Camilo José Cela. A mí me gusta leer los lugares antes de conocerlos, no me
importan en absoluto los prejuicios líricos, por eso me empapé de la buena
literatura de Manuel Vicent antes de pasear por las orillas del Mediterráneo
muy cerca de las pocas huertas que van quedando cerca del mar, en Denia.
Fue en uno de estos paseos, durante un anochecer en el que
un invisible Manuel Vicent me iba descubriendo la policromía discreta del mar y
enseñando a separar el olor de los naranjos del de las algas, cuando conocimos
a Pep. Vivía en una casa baja, de las pocas antiguas que quedan cerca del mar y
de las huertas, y en su interior oscuro se adivinaba la luz escasa y vibrante de alguna vela
encendida. Se notaba que vivía con poco y parecía no necesitar más. Pep
comía algo sentado en el poyo de la puerta con la mirada
naturalmente perdida en el mar. Una gata
y varios gatitos lisonjeaban a su alrededor haciendo méritos para las sobras; también, y como si fuera un gato
más, un cachorrillo flaco y vivo y de hechuras gatunas esperaba su turno.
Y como a mi mujer cualquier cachorro le provoca un acceso
irreprimible de ternura y aquel perrillo se dejaba querer sin recelo alguno,
estuvimos un rato charlando con Pep y
acariciando a Daliath, que así se llamaba aquel pequeño David que según Pep
sufría un irreversible complejo de gigante. Pep nos contó la breve historia de
Daliath, un ratonero valenciano de apenas cuatro meses que una mañana encontró
cerca de su casa, mirándole con todo el miedo y todo el frío que siempre tienen
los cachorros abandonados; y como el perrillo no era más grande que los gatitos
que había parido su gata, lo puso junto
a ellos por ver si su hambre cierta encontraba una ubre generosa capaz de
olvidar viejas rencillas entre perros y gatos. Y así fue como Daliath, como en
su día le ocurriera a Rómulo y Remo o a Mowgli con los lobos, fue criado por la
gata, que lo amamantó sin importarle demasiado que aquel patito feo y
sobrevenido buscara el calor de su vientre y se hiciera un gato más.
Daliath creció como lo hacen los perros destinados a ser
pequeños: lentamente. Tenía el pelo negro y manchas color fuego y blanco y
también la viveza propia de los que saben que su mayor fortaleza está en la
astucia, en la agilidad y en no hacer de la huida una derrota. Tenía
movimientos eléctricos de perro inquieto, la mirada inteligente y la curiosidad
propia de todos los cachorros. Como nos ocurre a todos los cazadores sin poder
remediarlo, de inmediato lo imaginé serpentando bajo las aulagas, dejándose
querer por las zarzas, chillando tras los vientos de los conejos en fuga. Sin
embargo, un elemental sentido de la prudencia y también un cartel anti-taurino
que Pep tenía en la puerta bajo la bandera multicolor, me hizo guardar silencio
y no sacar de inmediato el tema de la caza, cosa que siempre hacemos los
cazadores en cuanto nos dejan la puerta abierta un tanto así.
Contra todo pronóstico, fue Pep quien comenzó a
hablar de las virtudes venatorias de aquel perro canijo que tanto se asemejaba
al que antaño, y con el movimiento de la
carretera, asentía constantemente su cabeza de plástico en las bandejas traseras
de los coches. Me contó que Daliath,
quizá influido de más por sus hermanos gatos, salía por las noches junto a
ellos al cañaveral y a los huertos cercanos y allí comenzaba una especie de
montería roedora en el que Daliath hacía de rehala y los gatos pequeños
ocupaban las posturas, las querencias probables de los ratones que el pequeño
perro ponía en fuga en las tomateras y judiares. Como arqueé las cejas de más,
Pep nos invitó a quedarnos un rato, hasta que los cachorros se aburrieran de
visitas y se fueran de caza. Así ocurrió poco después, y como la luna estaba
generosa con su luz, pudimos ver que lo que Pep nos contó se ajustaba punto por
punto a la realidad. Seguimos en silencio y a cierta distancia a aquella
curiosa partida de caza. Se adentraron en un huerto muy cercano. El pequeño
Daliath se multiplicaba por entre las judías verdes y las tomateras, cimbreando
su pequeño rabo, como hacen los
perros grandes; pronto Daliath pareció encontrar un rastro,
su cabeza de un lado a otro, su pequeño cuerpo vestido de electricidad hasta lograr
la fuga del ratón; después la ladra y el pequeño estrépito y las sombras
blancas y silenciosas de sus hermanos cercando al ratón hasta darle muerte. Más
de una caña, de las que guían las judías verdes, cayó al suelo y supusimos que
algún tomate se cosechó precipitadamente.
-
¿Y esto es así todas las noches? – le pregunté a Pep.
-
Si no llueve...
-
Pues tendrás contento al del huerto.
-
Hombre, ratones no tiene – contestó Pep sonriendo desde sus ojos
azules.
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