Ser el más listo de la clase no
siempre resulta fácil, sobre todo si tus profesores se dan cuenta de tu ventaja
y le dan una vuelta de más a la tuerca de la exigencia. Los labradores tenemos
fama de ser de natural listos y eso nos pasa un peaje: lo que a lo demás les
sobra para llevar una vida de perro de lo más digna, a nosotros sólo nos vale
para cuatro palmadas en el lomo y poco más. Pero comencemos desde el principio
que mi historia tiene su aquel.
Mi nombre es Mateo, mi manto es
chocolate, tengo cuatro dueños y vivo, por días, en cuatro casas distintas.
Comprendo que cualquier perro que lea esto, sonreirá socarronamente creyendo
que voy de farol, pues la mayoría cree que el “Un hombre, un voto” tiene su traducción
canina en “Un perro, un amo”. Mala cosa ésta de los prejuicios, limita mucho y
aprovecha poco; nunca he entendido bien el porqué de ciertas exclusividades.
Pero sigo con mi historia: aunque suene un poco a ciencia ficción igual hago a
perdices que a zorzales; sé aguantar la venida rompiente de un guarro en un
espesar - chitón y quieto en el puesto para
no arruinar el lance- y también soportar el agua gélida de las charcas
para cobrar un azulón. Quizá todo esto suene un tanto presuntuoso, pero aquí me
han dicho que contara mi historia punto por punto, sin faltar a la verdad y tal
y como yo la vivo, y eso es lo que estoy haciendo.
La explicación a todo este enredo
es que comparto caza, compañía y comida con cuatro hermanos en cuatro casas
distintas, cada cual más cazador; aunque el peor, de largo, es Alfonso que,
según me cuentan, desde niño ya apuntaba maneras de premio weatherby. Los fines de semana que me toca con él – en
fin, parezco un niño de padre separados – la juerga es doble, porque además de
morder caza; muerdo, flojito y tierno, los brazos y pies de Alfonso, Isabel y
Javier, que son los hijos de Alfonso – padre-
e Isabel – madre - (1). Y eso también es una delicia, porque si algo
desea un perro es que le quieran y los niños saben querer siendo pesados, que
es lo que más nos gusta a los perros que estamos más cerca de la infancia que
de la vejez.
Cuando tenía unos ocho meses, me
llevaron a una escuela en la que me enseñaron a guardar la distancia y tener
maneras al cazar en mano y sobre todo a perfeccionar lo que en mí ya era
natural: el cobro; y es que era ver caer al animal y sentir por dentro como una
orden ineludible, un mandato atávico e irrevocable. Alguien me ha dicho que el
nombre de nuestra raza tiene algo que ver con cobrar, pero en inglés.
Allí, en la escuela, aprendí a
quitarme el frío con agua helada zambulléndome en una charca para cobrar un
azulón alicorto; a dar por bueno el malquerer de las zarzas si en su interior
estaba el herido; a dejarme guiar por la voz del amo - izquierda, derecha,
adelante, atrás- cuando nadaba entre el carrizo y no podía ver nada y la voz
del amo hacía de hilo de Ariadna en aquel laberinto de agua y cañas hasta
llegar al pato muerto. También aprendí a disfrutar teniendo en la boca el tacto
esponjoso de las perdices y a no hacer ascos al pelo a la hora de llevárselo al
amo. Confieso que el cobro es lo mío; lo demás, no digo que no me guste, sólo
que veo que ahí no despunto y me pasa lo que a los niños que siempre sacan
sobresaliente en todo: que cuando el profesor les pone sólo un aprobado se
añusgan y cuando les toca aplicarse se hacen los remolones.
El paso por la escuela y, sobre
todo, el mucho y variado campo que me dan mis dueños han hecho de mí un perro
que en el campo hace a todo. Yo creo que esto también debe ser cosa de mi raza,
porque igual que a mí me puede la sangre al oler el campo, otros labradores
parecen haberla domesticado cuando se vuelven los ojos y las manos de los
ciegos, que me puede la ternura cuando en la calle les veo tan dóciles, tan
pegados a su amo, lazarillos obedientes de un lado a otro.
Claro que ningún perro de caza me
creerá cuando diga que, de la semana, mi día favorito son los martes, que no es
día de caza, pero ese día ocurre que los cuatro hermanos – mis cuatro dueños-
se suelen juntar en casa de la madre de los cuatro, y normalmente para comer
algo de lo cazado el fin de semana anterior, y todo se vuelve un ir y venir de
historias de campo en las que muchas veces yo soy el protagonista; y es un
constante Mateo por aquí, Mateo por allá, que si cobré una alicorta que si le
seguí la sangre a un cochino; y es que a todos los cazadores nos gusta que se
nos reconozcan los méritos y los más nos hinchamos como palomos encendidos, que
es de asombro las vueltas que hay que dar para encontrar un cazador discreto.
A los perros nos pasa lo mismo
que a los humanos, que para ser felices necesitamos del pan de la ilusión, si
es posible hasta poder comerlo a diario; por eso, a la ilusión del martes le
hago seguir la del jueves, que ya es día de caza; y a ésta, la del viernes,
cuando marcho a casa de Alfonso a sabiendas de que al llegar, seis manos
infantiles estarán esperándome para fundirse, blancas y menudas, en el
chocolate de mi pelo.
(1)
Qué cosas tienen los humanos: lo listos
que son y tienen que repetir nombres porque no tienen para todos.
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