martes, 9 de junio de 2015

Part time dog




Para Alfonso Treviño, con afecto

Ser el más listo de la clase no siempre resulta fácil, sobre todo si tus profesores se dan cuenta de tu ventaja y le dan una vuelta de más a la tuerca de la exigencia. Los labradores tenemos fama de ser de natural listos y eso nos pasa un peaje: lo que a lo demás les sobra para llevar una vida de perro de lo más digna, a nosotros sólo nos vale para cuatro palmadas en el lomo y poco más. Pero comencemos desde el principio que mi historia tiene su aquel.


Mi nombre es Mateo, mi manto es chocolate, tengo cuatro dueños y vivo, por días, en cuatro casas distintas. Comprendo que cualquier perro que lea esto, sonreirá socarronamente creyendo que voy de farol, pues la mayoría cree que el “Un hombre, un voto” tiene su traducción canina en “Un perro, un amo”. Mala cosa ésta de los prejuicios, limita mucho y aprovecha poco; nunca he entendido bien el porqué de ciertas exclusividades. Pero sigo con mi historia: aunque suene un poco a ciencia ficción igual hago a perdices que a zorzales; sé aguantar la venida rompiente de un guarro en un espesar - chitón y quieto en el puesto para  no arruinar el lance- y también soportar el agua gélida de las charcas para cobrar un azulón. Quizá todo esto suene un tanto presuntuoso, pero aquí me han dicho que contara mi historia punto por punto, sin faltar a la verdad y tal y como yo la vivo, y eso es lo que estoy haciendo.



La explicación a todo este enredo es que comparto caza, compañía y comida con cuatro hermanos en cuatro casas distintas, cada cual más cazador; aunque el peor, de largo, es Alfonso que, según me cuentan, desde niño ya apuntaba maneras de premio weatherby.  Los fines de semana que me toca con él – en fin, parezco un niño de padre separados – la juerga es doble, porque además de morder caza; muerdo, flojito y tierno, los brazos y pies de Alfonso, Isabel y Javier, que son los hijos de Alfonso – padre-  e Isabel – madre - (1). Y eso también es una delicia, porque si algo desea un perro es que le quieran y los niños saben querer siendo pesados, que es lo que más nos gusta a los perros que estamos más cerca de la infancia que de la vejez.



Cuando tenía unos ocho meses, me llevaron a una escuela en la que me enseñaron a guardar la distancia y tener maneras al cazar en mano y sobre todo a perfeccionar lo que en mí ya era natural: el cobro; y es que era ver caer al animal y sentir por dentro como una orden ineludible, un mandato atávico e irrevocable. Alguien me ha dicho que el nombre de nuestra raza tiene algo que ver con cobrar, pero en inglés.



Allí, en la escuela, aprendí a quitarme el frío con agua helada zambulléndome en una charca para cobrar un azulón alicorto; a dar por bueno el malquerer de las zarzas si en su interior estaba el herido; a dejarme guiar por la voz del amo - izquierda, derecha, adelante, atrás- cuando nadaba entre el carrizo y no podía ver nada y la voz del amo hacía de hilo de Ariadna en aquel laberinto de agua y cañas hasta llegar al pato muerto. También aprendí a disfrutar teniendo en la boca el tacto esponjoso de las perdices y a no hacer ascos al pelo a la hora de llevárselo al amo. Confieso que el cobro es lo mío; lo demás, no digo que no me guste, sólo que veo que ahí no despunto y me pasa lo que a los niños que siempre sacan sobresaliente en todo: que cuando el profesor les pone sólo un aprobado se añusgan y cuando les toca aplicarse se hacen los remolones.



El paso por la escuela y, sobre todo, el mucho y variado campo que me dan mis dueños han hecho de mí un perro que en el campo hace a todo. Yo creo que esto también debe ser cosa de mi raza, porque igual que a mí me puede la sangre al oler el campo, otros labradores parecen haberla domesticado cuando se vuelven los ojos y las manos de los ciegos, que me puede la ternura cuando en la calle les veo tan dóciles, tan pegados a su amo, lazarillos obedientes de un lado a otro.



Claro que ningún perro de caza me creerá cuando diga que, de la semana, mi día favorito son los martes, que no es día de caza, pero ese día ocurre que los cuatro hermanos – mis cuatro dueños- se suelen juntar en casa de la madre de los cuatro, y normalmente para comer algo de lo cazado el fin de semana anterior, y todo se vuelve un ir y venir de historias de campo en las que muchas veces yo soy el protagonista; y es un constante Mateo por aquí, Mateo por allá, que si cobré una alicorta que si le seguí la sangre a un cochino; y es que a todos los cazadores nos gusta que se nos reconozcan los méritos y los más nos hinchamos como palomos encendidos, que es de asombro las vueltas que hay que dar para encontrar un cazador discreto.



A los perros nos pasa lo mismo que a los humanos, que para ser felices necesitamos del pan de la ilusión, si es posible hasta poder comerlo a diario; por eso, a la ilusión del martes le hago seguir la del jueves, que ya es día de caza; y a ésta, la del viernes, cuando marcho a casa de Alfonso a sabiendas de que al llegar, seis manos infantiles estarán esperándome para fundirse, blancas y menudas, en el chocolate de mi pelo.



 (1) Qué cosas tienen  los humanos: lo listos que son y tienen que repetir nombres porque no tienen para todos.


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