La información global se cruza en nuestras vidas como
antes lo hacían los gatos negros, la sal derramada o los males de ojo. En la
radio se escucha el trote cochinero de las amenazas cada hora en punto. Es la
dosis diaria de miedo; parece que ya no supiéramos vivir sin ella y sólo
podemos conciliar el sueño después de dar dos vueltas a la llave de la
cerradura. Y esto vale para las mochilas en el metro, los excesos de velocidad
y el cáncer de pulmón; basta un virus para que al primer mundo le crujan las
cuadernas. Así de vulnerables somos.
Vivimos esposados por las consecuencias de nuestros actos.
No dejamos de preguntarnos qué nos puede pasar en lugar de qué queremos hacer.
Somos perros siempre obedientes al empeño prioritario de llegar a viejos.
Estamos haciendo la casa con ladrillos de miedo. Así nos va, que nos la cogemos
con papel de fumar y ya sólo nos atrevemos a chillar en voz baja; y en esa
sobredosis de cautela, hasta El Grito de Munch suena más alto.
La caza tampoco está exenta de esta pandemia de miedos.
Como si no tuviéramos bastante con la sequía, los muchos que somos y la moderna
agricultura, nos vino de Francia la mixomatosis; la neumonía hemorrágico-vírica
y la turalemia de no sé dónde; y ahora, de Asia, la gripe aviar. Cuatro
enfermedades como cuatro jinetes negros,
microscópicos y apocalípticos, para terror de conejos y liebres y
también para el de toda la volatería. No salimos de una y nos metemos en otra.
Esta vez parece que la cosa es más seria porque la vida del hombre también está
en juego a nada que al virus H5N1 le dé por mutarse. Puede haber llegado la
hora del látex a la caza menor. El día que no tire a una perdiz por el miedo a
cobrarla, colgaré la escopeta para siempre. Queda dicho.
A la caza le va la mugre como al mus los faroles. No
concibo ceñirme la canana sin una esperanza de barro y de sangre, porque pocas
aficiones conozco en las que se luzca tanto la pringue. Esto es algo de lo que
no nos debemos avergonzar pues malamente se entra a cuchillo desde la asepsia.
Por eso me niego a que un mal virus condicione uno de los espacios en los que
de verdad me siento libre. No son tantos los jardines secretos que tiene el
hombre como para hacerlos vulnerables al miedo. Si la gripe aviar avanza como
fatalmente parece, nos veremos avocados a un mano a mano con el miedo, a elegir
entre la prudencia y la paranoia; y ojo con perder el sentido común, que nos va
mucho en juego. Una cosa es que se adopten precauciones, se establezcan unas
reglas de sensatez mínimas, y otra muy distinta es que hagamos del juego social
un asesino de la improvisación, que es un terreno muy propio para el libre
albedrío, y eso es el pan blanco del que el hombre principalmente come.
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