viernes, 10 de abril de 2015

Colores, ruidos.



 Quedaba mucho por hacer:
arreglar la huerta,
hablar con los perros,
pasear por las orillas del otoño. 

"Del bosque de tu alegría" Manolo García.
 
De Fray Luis de León a Manolo García no hay poeta que se precie que no le haya cantado a esa retirada senda de la paz interior, al descanso necesario que el hombre busca como contrapunto imprescindible a los filos que en ocasiones muestra la vida.
 
Quizá sea el silencio, o los sonidos y colores de la Naturaleza, la metáfora más manida por la lírica del hombre a la hora de dar sustancia a ese sosiego que el alma  pretende para explicar su metafísica más primaria. El silencio nocturno, el ruido del viento, el fluir del agua son pinceles de sobra conocidos.

El cazador no es ajeno a esta lírica aunque en ocasiones haga uso de ella sin ser del todo consciente de estar tocando el cielo. Quién de nosotros, cazadores, no ha sentido el halago del campo al amanecer, la victoria íntima de sentirse parte y no intruso en el monte. A quien no haya caído en la cuenta le puedo recomendar cuatro o cinco poemas imprescindibles. Seguramente, y excepto para los neófitos en la caza, sea esa comunión con la naturaleza  la razón primera para ir al campo los domingos, antes incluso que el afán predatorio que en ningún caso niego porque es el señuelo elemental e irresistible para los que tenemos afición.

Y todo esto que hasta aquí he contado sirve para entender la rabia y el asco que me producen ciertos comportamientos de los que van al campo a violentar su equilibrio primario con toda clase de artificios modernos – muy posteriores a la pólvora- con los que emborronan, con colores estridentes y ruidos insoportables, el lienzo de sosiego que el campo nos regala: hablo de la procesionaria de los todo-terrenos en las rutas 4 X 4 tan de moda; del descenso en griterío de las chillonas piraguas de colores por los tramos nacientes de los ríos; de los que aman la Naturaleza circulando por ella a toda velocidad con sus motos ensordecedoras; de los gárrulos que en el campo escuchan los partidos del domingo a todo lo que da la radio; también de los que no saben patear el campo si no es en grupos de a treinta y vestidos con los colores hirientes que marca la moda para la montaña.

Seguramente más de uno me tache de hipócrita e intolerante. Igual hasta tiene razón. Nadie es perfecto. Me dirán que yo también violento el campo con mis disparos, con la muerte que cuando ando fino reparto y que siembro de plomo más de un rastrojo. Sin embargo, yo veo varias diferencias sustanciales: ejerzo una actividad primaria, tan antigua como el hombre; busco comprender el comportamiento atávico de las especies que persigo para mejor darles caza; el silencio es mi mejor aliado y procuro hacer de  la caza una actividad sostenible en el tiempo sometiéndome a las normas de una actividad reglada hasta la extenuación.

Y la diferencia mayor: trato de pasar desapercibido para que los vestigios de mi presencia en el campo sean los mismos que los que deja la rama de un chaparro movida por un viento de invierno.


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