jueves, 16 de abril de 2015

Halcán



La historia de Halcán es la historia de un perro de pluma tan extraordinario como atípico. Su primer dueño lo compró maravillado por las proezas cinegéticas que de sus padres contaban: dos bracos húngaros, o Vizsla, que galopaban el campo de manera incansable, pasándole el trillo de su nariz para apartar la paja inodora del grano de los rastros recientes; siguiendo éstos, por tenues que fueran, hasta convertirse en la piedra viva y elástica de una muestra que habitara para siempre la memoria del cazador.
Los cachorros no podían salir malos y Halcán, que por aquel entonces todavía no tenía ni nombre, fue un macho precoz que pronto dio muestras de afición a la caza y de tener una nariz prodigiosa para localizarla en el campo.  Con apenas tres meses se inmovilizaba frente a una codorniz alicorta escondida para la ocasión, y lo hacía con maneras de perro adulto. Sin embargo, una vez en la boca mostraba un desapego extraño, como si una vez muerta la caza no fuera tarea suya llevarla a la mano de su dueño, incumpliendo así,  casi la mitad de lo exigido a cualquier perro de caza: el cobro.



Confiado en que este defecto desaparecería, su primer amo lo llevó a las codornices el primer día de la temporada. Todo fue perfecto hasta que se escuchó el primer disparo, que al joven Vizsla debió sonarle algo así como un eco lejano de Hiroshima y Nagasaki,  porque salió despavorido, el rabo entre las patas, a esconderse detrás de su amo, confiando en que su proximidad calmara la tirotona de miedo que de él se había apoderado. Después, no hubo forma de que el cachorro volviera  a cazar. Sólo cuando, ya de vuelta, se guardaron las escopetas en el maletero del coche, el cachorro pareció resucitar para la caza y él solito se metió en una reguera próxima hasta hacer botar una codorniz que allí había buscado su último refugio, y tras de cuyo vuelo, no sonó más disparo que el de un juramento en un idioma que se parecía mucho al hebreo.



A ese día de caza siguieron otros, todos los que la paciencia de su dueño gastó con él, que no fueron pocos, porque el perro, hasta la primera detonación, mostraba las formas y la nariz propia de un fuera de serie. Pero ni las caricias primero, ni las patadas después, consiguieron que el joven perro volviera a cazar después del primer disparo.  Mal asunto para un perro de muestra. Unos meses después, un anuncio en Internet que no ocultaba sus defectos de perro asustadizo y nulo para el cobro, afirmaba sin embargo su extraordinaria valía como un perro de caza de excelentes vientos listo para cambiar de dueño por un precio más que razonable.  Su dueño terminó vendiéndolo a un tipo extraño que decía no importarle los miedos del perro a la hora de cazar.  Le bautizó como Halcán mientras le susurraba al oído que en adelante cazaría sin escopeta y sin tener que cobrar las piezas muertas.



Con aquel extraño personaje se marchó Halcán, con su medio rabo más bien caído y en la mirada el miedo que tienen todos los perros cuando cambian de dueño. Su nuevo hogar lo compartiría con varios halcones a los que el nuevo amo hablaba como si se tratara de pequeños perros emplumados.  Al poco tiempo, Halcán se acostumbró a la extraña presencia de los pájaros, al olor acre de sus tulliduras, al vaho de cuero de caperuzas y pihuelas y al eco a carne muerta de las burchacas. Con el paso de los meses, Halcán se convirtió en un Vizsla de las mejores hechuras, el pelo pardo, apretado y corto, reluciente de potencia. Tenía el pecho amplio y nervudo del mucho correr en el campo y la obediencia propia de los perros inteligentes que dan con un amo inteligente.



Así fue como Halcán comenzó a cazar con esmerejones, azores y neblíes; batiendo el campo a sabiendas de que una vez muerta la pieza no era necesario llevarla al amo; y también,  con la certeza de que ningún disparo le devolvería al pánico, al miedo irremediable y sin consuelo. Halcán cazaba dejándose llevar por lo que su sangre le pedía, registrando el campo hasta localizar la presa y señalar su presencia con la muestra. Después, sólo quedaba contemplar el espectáculo que la huída de la perdiz o el conejo provocaban, ver como del brazo del amo salía el halcón a brazo tornado,  pico o rabo a viento, según llevara el noble el aire a proa o a popa, elevándose hasta desemballestarse y buscar la línea recta y mortal sobre la pieza para acuchillarla o liarla con sus garras en el aire.  En ocasiones, las menos, la perdiz conseguía eludir el ataque y escapar.  Entonces el amo, a diferencia del anterior, no se enfadaba ni con él ni con el halcón, quizá porque tenía asumido que en el campo no hay certeza que valga y que en esa incertidumbre se esconde la esencia última de la caza.



Con el paso de los años, el animal se fue quedando ciego, ya no salía a cazar y apenas del corralón en el que vivía; se limitaba a escuchar con nostalgia los chirridos de los pájaros y los ladridos del joven cachorro que le tomó el relevo cuando su amo venía a buscarlos para ir de caza.  Una noche, Halcán soñó que era un neblí más, sintió plumas y garras, certeza de muerte en el pico, ansia en las alas cerradas: comprendió que por fin había llegado el momento en el que el amo le quitaría el capuz para que pudiera volar hasta su última pieza.

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