Cuando aprobé la oposición y vi la puntuación que había
obtenido supe que mi destino no iba a ser precisamente el que yo tenía en la
cabeza para pasar mis primeros años como Juez. Los que, como yo, somos hijos de
una ciudad grande, sentimos en la juventud una querencia tan inexplicable como
absurda –ahora lo veo así- hacia las ciudades igualmente grandes, donde el
anonimato es la regla y las posibilidades de diversión nocturna ofrecen su
abanico más amplio. Por eso, cuando supe que mi primer destino era Valverde, en
la isla canaria del Hierro, sentí como una congoja muy cercana a la decepción.
¿Qué iba a hacer yo en una isla con menos de trescientos kilómetros cuadrados
sino aburrirme como probablemente se aburriría la luz del faro de Horchilla en
su giro obstinado y monótono?
Conocer a Jacomar fue mi primera alegría, trabajaba como
oficial en el Juzgado y había nacido en la isla. Me llamó la atención su habla
herreña: utilizaba palabras de la tierra con las que salpimentaba el castellano,
quitándole - con ellas y con el aire marino de su acento- parte de la pátina de
sequedad que en ocasiones tiene. El
fútbol y las mujeres, nos llevaron a la política, y de ésta, pasamos – no me
pregunten cómo- a la caza. Fue suficiente mentar la palabra y ver la expresión
de sus ojos para saber que el pacto estaba sellado: los dos bebíamos del mismo
cáliz atávico e irreductible. Al día
siguiente, quedamos para que me enseñara sus perros de los que hablaba maravillas
y a los que yo, acostumbrado como estaba a los perros de pluma, nunca había
visto antes: los podencos canarios.
Jacomar tenía tres podencos: dos machos, Furriqui y Gurrupijo, y una hembra, Guilocha,
palabras herreñas que a mí se me antojaron pintiparadas para nombrar aquel
huesudo trío de perros vestidos de viveza con los que Jacomar decía que cazaba
sin pegar un solo tiro. Los podencos canarios están hechos de huesos, cerebro y
pellejo, pues siempre parecen como recién liberados de Auswitch de lo
flaquísimos que están. Como todos los podencos, tienen el mirar inteligente y
la premura propia de los que siempre están nerviosos. De todos los perros, sólo
de ellos puede afirmarse que son perros volcánicos por la magia que esconden en
el cuero de sus almohadillas, que les permiten correr por sobre las guillotinas
que esconden las rocas filosas que deja la lava, y hacerlo como si estuvieran
corriendo sobre el césped inmaculado del Santiago Bernabeu .
Cuando le pregunté que para cazar sin pólvora algún truco
más tendría, me presentó a Pípana, un hurón hembra que conocía como nadie las
bajuras volcánicas de la isla donde podía oler a conejo asustado. Al día siguiente le acompañé a cazar.
Quien no conozca la isla del Hierro ignora que allí se
encuentra la región más privilegiada del paraíso. Cazar en sus roquedales sin
la tensión de la escopeta permite gozar doblemente del espectáculo único del
paisaje y de la caza. Furriqui, Gurrupijo y Guilocha galopaban auscultando con
nariz y oído el movimiento roedor que latía de
pánico bajo las rocas o por entre las tabaibas, tuneras y cardones que
salpicaban de vegetación sedienta el cazadero.
Pronto, uno de los machos pareció detenerse, el rabo frenético y la
cabeza que giraba rápidamente de un lado a otro. A su gesto, acudieron los
otros dos, pero no directamente al sitio que marcaba el primero, sino que, sin
perder tiempo, se abrieron en un círculo imaginario buscándole la posible huída
al conejo. En una armonía embriagante y primigenia comenzaron como una especie
de gancho espontáneo en el que el podenco que ocupaba la posición central se
multiplicó buscando al conejo, más para provocar su huída que para echarlo de
inmediato a dientes, esperando la estampida gris que anunciara la carrera
increíble y el chillido agónico del conejo. Cuando Guilocha – por lo visto
siempre era ella- llevó el conejo a Jacomar fue como si se estuviera trazando
en una pared el último trazo de una escena primitiva de caza.
Poco después vi la segunda parte, cuando los perros se
enfrentaron a una especie de majano demasiado profundo como para que el conejo
no se hiciera fuerte en él. Era el momento de Pípana, la hurona que impedida
por el bozal se sumergió en la roca para aventar al conejo brindándoselo a los
perros.
A ese día siguieron otros muchos. Aprendí a cazar
cambiando el olor de la pólvora por el del mar, a desmembrar, a golpe de perro
y de hurón, la civilización que traía aprehendida en los huesos y en el alma de
tanto libro y de tanto Madrid. Me sentí macho de manada, jefe de tribu que
levanta la lanza en señal de victoria cuando la presa chilla de agonía. No es
parva lección la que me enseñaron Jacomar y sus podencos.
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