domingo, 26 de abril de 2015

Los podencos de Jacomar



Cuando aprobé la oposición y vi la puntuación que había obtenido supe que mi destino no iba a ser precisamente el que yo tenía en la cabeza para pasar mis primeros años como Juez. Los que, como yo, somos hijos de una ciudad grande, sentimos en la juventud una querencia tan inexplicable como absurda –ahora lo veo así- hacia las ciudades igualmente grandes, donde el anonimato es la regla y las posibilidades de diversión nocturna ofrecen su abanico más amplio. Por eso, cuando supe que mi primer destino era Valverde, en la isla canaria del Hierro, sentí como una congoja muy cercana a la decepción. ¿Qué iba a hacer yo en una isla con menos de trescientos kilómetros cuadrados sino aburrirme como probablemente se aburriría la luz del faro de Horchilla en su giro obstinado y monótono?

 Conocer a Jacomar fue mi primera alegría, trabajaba como oficial en el Juzgado y había nacido en la isla. Me llamó la atención su habla herreña: utilizaba palabras de la tierra con las que salpimentaba el castellano, quitándole - con ellas y con el aire marino de su acento- parte de la pátina de sequedad que en ocasiones tiene.  El fútbol y las mujeres, nos llevaron a la política, y de ésta, pasamos – no me pregunten cómo- a la caza. Fue suficiente mentar la palabra y ver la expresión de sus ojos para saber que el pacto estaba sellado: los dos bebíamos del mismo cáliz atávico e irreductible.  Al día siguiente, quedamos para que me enseñara sus perros de los que hablaba maravillas y a los que yo, acostumbrado como estaba a los perros de pluma, nunca había visto antes: los podencos canarios.

Jacomar tenía tres podencos: dos machos,  Furriqui y Gurrupijo, y una hembra, Guilocha, palabras herreñas que a mí se me antojaron pintiparadas para nombrar aquel huesudo trío de perros vestidos de viveza con los que Jacomar decía que cazaba sin pegar un solo tiro. Los podencos canarios están hechos de huesos, cerebro y pellejo, pues siempre parecen como recién liberados de Auswitch de lo flaquísimos que están. Como todos los podencos, tienen el mirar inteligente y la premura propia de los que siempre están nerviosos. De todos los perros, sólo de ellos puede afirmarse que son perros volcánicos por la magia que esconden en el cuero de sus almohadillas, que les permiten correr por sobre las guillotinas que esconden las rocas filosas que deja la lava, y hacerlo como si estuvieran corriendo sobre el césped inmaculado del Santiago Bernabeu .

Cuando le pregunté que para cazar sin pólvora algún truco más tendría, me presentó a Pípana, un hurón hembra que conocía como nadie las bajuras volcánicas de la isla donde podía oler a conejo asustado.  Al día siguiente le acompañé a cazar.

Quien no conozca la isla del Hierro ignora que allí se encuentra la región más privilegiada del paraíso. Cazar en sus roquedales sin la tensión de la escopeta permite gozar doblemente del espectáculo único del paisaje y de la caza. Furriqui, Gurrupijo y Guilocha galopaban auscultando con nariz y oído el movimiento roedor que latía de  pánico bajo las rocas o por entre las tabaibas, tuneras y cardones que salpicaban de vegetación sedienta el cazadero.  Pronto, uno de los machos pareció detenerse, el rabo frenético y la cabeza que giraba rápidamente de un lado a otro. A su gesto, acudieron los otros dos, pero no directamente al sitio que marcaba el primero, sino que, sin perder tiempo, se abrieron en un círculo imaginario buscándole la posible huída al conejo. En una armonía embriagante y primigenia comenzaron como una especie de gancho espontáneo en el que el podenco que ocupaba la posición central se multiplicó buscando al conejo, más para provocar su huída que para echarlo de inmediato a dientes, esperando la estampida gris que anunciara la carrera increíble y el chillido agónico del conejo. Cuando Guilocha – por lo visto siempre era ella- llevó el conejo a Jacomar fue como si se estuviera trazando en una pared el último trazo de una escena primitiva de caza.

Poco después vi la segunda parte, cuando los perros se enfrentaron a una especie de majano demasiado profundo como para que el conejo no se hiciera fuerte en él. Era el momento de Pípana, la hurona que impedida por el bozal se sumergió en la roca para aventar al conejo brindándoselo a los perros.

A ese día siguieron otros muchos. Aprendí a cazar cambiando el olor de la pólvora por el del mar, a desmembrar, a golpe de perro y de hurón, la civilización que traía aprehendida en los huesos y en el alma de tanto libro y de tanto Madrid. Me sentí macho de manada, jefe de tribu que levanta la lanza en señal de victoria cuando la presa chilla de agonía. No es parva lección la que me enseñaron Jacomar y sus podencos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario