lunes, 20 de abril de 2015

Fuera de tiempo



Mi tío Antonio, a quien tanto he querido.

Hace unos meses leí en un periódico que en la selva filipina de Mindanao, dos octogenarios japoneses habían sido hallados con documentos y objetos con los que pretendían probar su pertenencia al ejército japonés y su condición de enemigos indómitos del ejército estadounidense, en una guerra, la Segunda Mundial, que había terminado hace 60 años. En 1972, el sargento Shoichi Yokoi fue también encontrado en las selvas de la isla de Guam, armado con un rifle, unas cuantas granadas de mano, y una catana con la que todavía estaba dispuesto a cortarle la mano al marine de turno.


 La lectura reciente de “El mundo de Juán Lobón” de Luis Berenguer, cuya lectura debiera ser obligada para todo aquel que anda en esto de la canana, me ha llevado a pensar en los muchos Lobones que de una u otra manera existen todavía en las vegas  y montes de nuestra piel de toro.



Juan Lobón y los ancianos soldados japoneses, vivían fuera del tiempo en el que les tocó cazar y combatir. Como ellos, muchos cazadores -normalmente ya entrados en años- todavía se aferran dignamente a su manera de entender la caza desvestida de los atalajes modernísimos que la técnica nos regala. Son la prueba irrefutable de la verdad cinegética de la magdalena proustiana. Y quizá su mérito sea mayor pues ni el hambre ni la posguerra, respectivamente, son telón de fondo de su manera de entender la caza o el combate. En el monte, todos los hemos visto alguna vez con la vieja paralela colgada del hombro, la perrilla mestiza y normalmente pequeña cazándole cerca, casi como si estuvieran paseando y no leyendo el campo, que es lo que realmente hacen.  Ellos saben dónde paran las perdices sueltas que los demás vuelan, dónde queda la cama de la liebre sin desocupar, dónde aguantar el paso de las palomas... y tantas otras cosas.



Lo realmente excepcional es encontrar cazadores “extra témpore” que no peinen canas. Yo conozco al menos dos y es un espectáculo seguirles la mano – de aguantarles el envite- a las perdices, verles posarse en los aulagares si el perro se pica al conejo en las querencias probables de la huída; hacerlo en silencio, sin apenas gestos delatores, en una plena integración en el monte que sólo se adquiere con el mucho tiempo pasado en él. 



Es esto último, el tiempo, unido a una fuerte capacidad de observación, lo que marca la diferencia entre estos cazadores y el resto de los que pateamos el campo cada domingo.  Los cazadores “extra témpore” han pasado gran parte de su vida en el campo sin más reloj que el sol colándose, como agua luminosa, por la arpillera hojosa de las chaparras, aprehendiendo la pulsión del campo con el paso lento de los días. Les sobran las lecciones impartidas sobre la barra de un bar, las clases teóricas de las revistas de caza, los todoterrenos carísimos, las escopetas millonarias. Como al sargento japonés Shoichi Yokoi, les vale con una vieja catana del calibre 16 para hacer una buena percha y seguir habitando el tiempo, su tiempo, que está al margen de nuestro tiempo.

Mi tío Antonio con su vieja paralela y un completo equipamiento "de época".

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