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Mi tío Antonio, a quien tanto he querido. |
Hace unos meses leí en un periódico que en la selva
filipina de Mindanao, dos octogenarios japoneses habían sido hallados con
documentos y objetos con los que pretendían probar su pertenencia al ejército
japonés y su condición de enemigos indómitos del ejército estadounidense, en una
guerra, la Segunda Mundial, que había terminado hace 60 años. En 1972, el
sargento Shoichi Yokoi fue también encontrado en las selvas de la isla de Guam,
armado con un rifle, unas cuantas granadas de mano, y una catana con la que
todavía estaba dispuesto a cortarle la mano al marine de turno.
La lectura reciente de “El mundo de Juán Lobón” de Luis
Berenguer, cuya lectura debiera ser obligada para todo aquel que anda en esto
de la canana, me ha llevado a pensar en los muchos Lobones que de una u otra
manera existen todavía en las vegas y
montes de nuestra piel de toro.
Juan Lobón y los ancianos soldados japoneses, vivían
fuera del tiempo en el que les tocó cazar y combatir. Como ellos, muchos
cazadores -normalmente ya entrados en años- todavía se aferran dignamente a su
manera de entender la caza desvestida de los atalajes modernísimos que la
técnica nos regala. Son la prueba irrefutable de la verdad cinegética de la
magdalena proustiana. Y quizá su mérito sea mayor pues ni el hambre ni la
posguerra, respectivamente, son telón de fondo de su manera de entender la caza
o el combate. En el monte, todos los hemos visto alguna vez con la vieja
paralela colgada del hombro, la perrilla mestiza y normalmente pequeña cazándole
cerca, casi como si estuvieran paseando y no leyendo el campo, que es lo que
realmente hacen. Ellos saben dónde paran
las perdices sueltas que los demás vuelan, dónde queda la cama de la liebre sin
desocupar, dónde aguantar el paso de las palomas... y tantas otras cosas.
Lo realmente excepcional es encontrar cazadores
“extra témpore” que no peinen canas. Yo conozco al menos dos y es un espectáculo seguirles la mano – de
aguantarles el envite- a las perdices, verles posarse en los aulagares si el
perro se pica al conejo en las querencias probables de la huída; hacerlo en
silencio, sin apenas gestos delatores, en una plena integración en el monte que
sólo se adquiere con el mucho tiempo pasado en él.
Es esto último, el tiempo, unido a una fuerte
capacidad de observación, lo que marca la diferencia entre estos cazadores y el
resto de los que pateamos el campo cada domingo. Los cazadores “extra témpore” han pasado gran
parte de su vida en el campo sin más reloj que el sol colándose, como agua
luminosa, por la arpillera hojosa de las chaparras, aprehendiendo la pulsión del campo
con el paso lento de los días. Les sobran las lecciones impartidas sobre la
barra de un bar, las clases teóricas de las revistas de caza, los todoterrenos
carísimos, las escopetas millonarias. Como al sargento japonés Shoichi Yokoi,
les vale con una vieja catana del calibre 16 para hacer una buena percha y seguir
habitando el tiempo, su tiempo, que está al margen de nuestro tiempo.
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Mi tío Antonio con su vieja paralela y un completo equipamiento "de época". |
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