lunes, 29 de diciembre de 2014

Una mañana casi perfecta (2 de noviembre de 2014)

El domingo estrené cuartel en el coto que tengo cerca de casa, se trataba de un laderón de chaparras, jaras y aulagas, roto por alguna barranquera con arroyos de zarzón y juncos, un cazadero muy bonito aunque quizá demasiado espeso en sus bajuras por la ausencia de ganado por la zona. Cazaba con mi amigo José y con sus maravillosos podencos andaluces: Mía, Tuya, Fauna y un macho muy joven pero con un potencial increíble: Kaín, del que se oirá hablar más de una vez en este diario.

Nada más comenzar, en unos espinos rodeados de juncos, mi chucha Jara detectó un conejo, comenzó a hostigarlo hasta que lo vi tratándose de escurrir por la parte alta del manchón. Por estar preparado, pude encajarle el tiro justo en el momento en el que coronaba el viso.


Pocos después iniciamos una mano tranquila, dejando hacer al Séptimo de Podenquería que llevábamos, sacaron varios conejos que no pudimos tirar y también un pequeño bando de perdices que fueron a posarse unos cientos de metros más adelante, en la misma ladera. Allí pude hacerme con una del pico rojo que se arrancó hacia atrás desde la espesura de encinas y jaras.

Seguimos la mano y en el zarzón de una de las barranqueras, los perros de José marcaron un conejo. Con suerte lo vi escurrirse por la parte baja y pude encajarle un tiro cuando se adentraba en la espesura. No iba mal la mañana.


Con el cupo ya hecho, seguí cazando con la esperanza de que José completara el suyo. Un nuevo bando de perdices le dio la oportunidad y descolgó una que le entró volada y le pico, un tiro nada fácil cuando el que dispara está dentro del monte y tiene que reaccionar en décimas de segundo.

Tengo que destacar la extraordinaria capacidad de la podenca “Tuya” para cobrar la caza. Cuando digo “cobrar” no me refiero a portar la caza y entregar, sino a la parte difícil, a plantarse con una rapidez increíble en el pelotazo, aun cuando la perra no haya visto el lance, y a localizar la pieza para llevársela dulcemente a su amo. Casi siempre es ella la primera en llegar, eso no es casualidad.

Ya de vuelta al coche, las perras pasaron de largo por una junquera pero mi chucha Jara, cuya nariz cada día me sorprende más, detectó el olor a miedo lagomorfo escondido entre los juncos: tocó a rebato con un ladrido y los demás acudieron en su ayuda. Con tanto perro, el conejo fue a parar a las fauces de Mía y Fauna.

A pesar de que nos faltaba un conejo para completar el cupo, decidimos poner fin a una mañana que hubiera sido perfecta de no haber sentido de nuevo este dolor en los pies que me castiga en cada piedra que piso como una penitencia impuesta tras un pecado de los gordos.

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