lunes, 29 de diciembre de 2014

Con el viento de cara


Por hacerlo en cazaderos o pobres de caza o ricos de leña y pasto he tenido un inicio de temporada de mucho esfuerzo y poco resultado; sin embargo, otro escenario quiso darme ayer lo que hasta ahora se me había negado: un día para disfrutar plenamente. Cuando las cosas vienen de cara hay que saber reconocerlo y también  agradecerlo, que en los tiempos que corren para la menor, son los menos los días en los que el campo se siente generoso.
Y es que el comienzo del día  no pudo ser mejor: en la primera mancha de esparteras, las perras marcaron un conejo. El muy ladino trató  de escurrirse tapándose por la parte exterior y sólo cuando intentó cruzar al monte es cuando pude disparar, pues antes sólo intuía pero no conseguía verle bien.

En la siguiente espesura de esparteras, pocos minutos más tarde, mi Jara comenzó a marcar un conejo, que tuvo la mala elección de salir por lo limpio.




Pocos minutos después, Jara de nuevo marcó  a parado un conejo en un pequeño majano. Las perras lo sentían casi en el morro pero el conejo, con toda la lógica lagomorfa, no quería abandonar el escondite. Contra lo que suelo hacer, quité un par de piedras, pasaron unos segundos que debieron hacerse interminables para el pobre conejo – las hechuras del tiempo son infinitas también para ellos - hasta que la ansiedad pudo a la lógica y el animal abandonó el escondrijo. Apenas me dio tiempo a un tiro rápido, que pensé fallido, pero algún plomo debió tocarlo porque Jara lo atrapó veinte metros más abajo.

Como la cosa prometía en exceso y el coche lo tenía a apenas quinientos metros, decidí dejar los conejos en el maletero y no cargar con ellos. Pero como todo el mundo sabe, cuando la cabra está de dar leche la da hasta por los cuernos: de la punta de un pequeño acirate, las perras sacaron un nuevo conejo al que no se le ocurrió mejor estrategia que atravesar un labrado. Para el tiro sólo me estorbaba su pelo. Cuatro de cuatro tiros, esos números no suelen ser los míos.

Ya aliviado de peso, volví a cazar. Al cuarto de hora, Jara, mi maravillosa chucha, señaló con su latido un nuevo conejo en unas esparteras. Me coloqué lo más alto que pude esperando el desenlace inminente del lance. Vino Pepa y pronto detectó el olor a miedo del conejo. Las dos sabían que estaba ahí, las dos se equivocaron un par de veces pensando que el conejo había abandonado el encame pero volvieron de nuevo y comenzaron a hostigar al conejo que se resistía a abandonar su escondite. En un movimiento rapidísimo  el conejo trató de escapar. En medio segundo el conejo salió, yo encaré pero sin idea de disparar por la cercanía de los perros y Pepa, con una rapidez más propia de una raposa o del lobo etíope del que quizá provenga el podenco, atrapó al conejo. Un lance precioso que tuve la oportunidad de grabar de principio a fin.


Creo que es la primera vez en mi vida de cazador que consigo cinco conejos con cuatro disparos. Era consciente de estar viviendo un momento muy especial. 

Poco después, me encontré con otros cazadores que tenían la idea de cazar lo que yo había pensado dar. Les dejé ir y cambié de táctica y de cazadero. Sé que esto me ha penalizado el resultado pero prefiero cambiar de estrategia y cazar sin ansiedad, que andar echando absurdas carreras.

El resto de la mañana ya fue más “terrenal”, las perras sacaron varios conejos más que apenas me dieron la oportunidad de dispararles un tiro a tenazón en el breve hueco que dejan las esparteras. Os dejo un ejemplo.


Ya a última hora de la mañana pude grabar el último lance. Un conejo se había escurrido de su encame inicial – veréis cómo las perras lo marcan al principio- para irse a unas esparteras situadas un poco más abajo. Pepa se encargó de sacarlo y el conejo tuvo la mala fortuna de atravesar una zona limpia. El primer disparo lo dejé corto, afortunadamente corregí el error en el segundo. Como podéis ver, Pepa ya no hace por cobrar el conejo. Estaba exhausta, después de dos días seguidos de cacería con un calor de casi treinta grados y varias horas trabajando las bajuras del monte.


Fue un día de los que hacen afición, no sólo por haber tenido el viento de cara; si no, sobre todo, por el extraordinario trabajo de las perras. Creo haber alcanzado con ellas ese momento dulce con el que sueña cualquier cazador, que es el de poder cazar en silencio, sabiéndose equipo, en una comunión difícil de explicar pero no de entender por aquellos que han tenido la suerte de vivir esa complicidad mágica con sus perros. Hoy he cazado como a mí gusta, sin prisas y con los perros por delante, dejando que sea el campo el que me dé o el que me quite lo que corresponda.


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