Por hacerlo en cazaderos o pobres
de caza o ricos de leña y pasto he tenido un inicio de temporada de mucho
esfuerzo y poco resultado; sin embargo, otro escenario quiso darme ayer lo que
hasta ahora se me había negado: un día para disfrutar plenamente. Cuando las
cosas vienen de cara hay que saber reconocerlo y también
agradecerlo, que en los tiempos que corren para la menor, son los menos los
días en los que el campo se siente generoso.
Y es que el comienzo del día no pudo ser mejor: en la primera mancha de
esparteras, las perras marcaron un conejo. El muy ladino trató de escurrirse tapándose por la parte exterior
y sólo cuando intentó cruzar al monte es cuando pude disparar, pues antes sólo intuía
pero no conseguía verle bien.
En la siguiente espesura de
esparteras, pocos minutos más tarde, mi Jara comenzó a marcar un conejo, que tuvo
la mala elección de salir por lo limpio.
Pocos minutos después, Jara de
nuevo marcó a parado un conejo en un
pequeño majano. Las perras lo sentían casi en el morro pero el conejo, con toda
la lógica lagomorfa, no quería abandonar el escondite. Contra lo que suelo
hacer, quité un par de piedras, pasaron unos segundos que debieron hacerse interminables
para el pobre conejo – las hechuras del tiempo son infinitas también para ellos
- hasta que la ansiedad pudo a la lógica y el animal abandonó el escondrijo.
Apenas me dio tiempo a un tiro rápido, que pensé fallido, pero algún plomo
debió tocarlo porque Jara lo atrapó veinte metros más abajo.
Como la cosa prometía en exceso y el coche lo tenía a apenas quinientos metros, decidí dejar los conejos en el maletero y no cargar con ellos. Pero como todo el mundo sabe, cuando la cabra está de dar leche la da hasta por los cuernos: de la punta de un pequeño acirate, las perras sacaron un nuevo conejo al que no se le ocurrió mejor estrategia que atravesar un labrado. Para el tiro sólo me estorbaba su pelo. Cuatro de cuatro tiros, esos números no suelen ser los míos.
Ya aliviado de peso, volví a
cazar. Al cuarto de hora, Jara, mi maravillosa chucha, señaló con su latido un
nuevo conejo en unas esparteras. Me coloqué lo más alto que pude esperando el
desenlace inminente del lance. Vino Pepa y pronto detectó el olor a miedo del
conejo. Las dos sabían que estaba ahí, las dos se equivocaron un par de veces
pensando que el conejo había abandonado el encame pero volvieron de nuevo y comenzaron
a hostigar al conejo que se resistía a abandonar su escondite. En un movimiento
rapidísimo el conejo trató de escapar.
En medio segundo el conejo salió, yo encaré pero sin idea de disparar por la
cercanía de los perros y Pepa, con una rapidez más propia de una raposa o del
lobo etíope del que quizá provenga el podenco, atrapó al conejo. Un lance
precioso que tuve la oportunidad de grabar de principio a fin.
Creo que es la primera vez en mi
vida de cazador que consigo cinco conejos con cuatro disparos. Era consciente
de estar viviendo un momento muy especial.
Poco después, me encontré con
otros cazadores que tenían la idea de cazar lo que yo había pensado dar. Les
dejé ir y cambié de táctica y de cazadero. Sé que esto me ha penalizado el
resultado pero prefiero cambiar de estrategia y cazar sin ansiedad, que andar
echando absurdas carreras.
El resto de la mañana ya fue más
“terrenal”, las perras sacaron varios conejos más que apenas me dieron la
oportunidad de dispararles un tiro a tenazón en el breve hueco que dejan las
esparteras. Os dejo un ejemplo.
Ya a última hora de la mañana
pude grabar el último lance. Un conejo se había escurrido de su encame inicial –
veréis cómo las perras lo marcan al principio- para irse a unas esparteras
situadas un poco más abajo. Pepa se encargó de sacarlo y el conejo tuvo la mala
fortuna de atravesar una zona limpia. El primer disparo lo dejé corto,
afortunadamente corregí el error en el segundo. Como podéis ver, Pepa ya no
hace por cobrar el conejo. Estaba exhausta, después de dos días seguidos de
cacería con un calor de casi treinta grados y varias horas trabajando las
bajuras del monte.
Fue un día de los que hacen
afición, no sólo por haber tenido el viento de cara; si no, sobre todo, por el
extraordinario trabajo de las perras. Creo haber alcanzado con ellas ese
momento dulce con el que sueña cualquier cazador, que es el de poder cazar en
silencio, sabiéndose equipo, en una comunión difícil de explicar pero no de
entender por aquellos que han tenido la suerte de vivir esa complicidad mágica con
sus perros. Hoy he cazado como a mí gusta, sin prisas y con los perros por
delante, dejando que sea el campo el que me dé o el que me quite lo que
corresponda.
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