El sábado día 1 estuve cazando
con el que ha sido mi maestro en esto de la caza: mi primo Javier. Por diversas
razones llevábamos tiempo sin cazar juntos y ha querido el destino que podamos
volver a hacerlo en el pueblo en el que nacieron nuestras madres.
Hablamos de
un coto muy duro, con poca densidad de caza, sin conejos, con poca liebre y
mucha jara y mucha leña. Un cazadero espectacular, casi intimidatorio, con
laderones de jara y leña, grandes barrancos y mucha, mucha extensión de
terreno, excesiva para una mano de dos. Pero Javier y yo estamos de acuerdo con
el refranero: “Mano de dos, la de Dios; mano de tres, buena es; la de cuatro,
para el gato” Y es que dos cazadores bien compenetrados en el campo dan mucho
juego.
Comencé la mañana mal, me salió
una perdiz en el límite del tiro, que fallé. Me cogió frío. Luego fallé varias
más, ahí ya no estaba frío, todas las perdices salían en el límite y los disparos
eran tenazones a 30 o 40 metros, cuando la perdiz se arranca a esa distancia el
tiro ha de ser instintivo si se quiere tener alguna posibilidad, no hay margen
para apuntar. Y ya no sé si no estuve fino o que la distancia era excesiva para
las cuatro estrellas de mi semiautomática del calibre 20 y los 27 gramos de
séptima del cartucho que utilicé. El próximo día, veremos qué ocurre cuando
monte el choque de tres estrellas y use un buen cartucho de sexta.
Del sábado me quedo con dos
lances y una sensación. El primer lance es el de una perdiz que marcó mi Pepa.
Qué distinto es su rabeo cuando marca una perdiz a cuando detecta un conejo. En
un jaral no muy alto y no muy espeso, la perra tocó el peón de la perdiz, me
miró (literal) y continuó siguiendo el hilo del peón con la nariz baja y el
rabeo cada vez más acusado. Le faltó cogerme de la manga de la camisa para
llevarme hasta el pájaro que botó, esta vez a tiro, a unos veinte metros,
cruzado. Se hizo una pelota en el aire y fue a caer en la espesura de unos
jarales. Pan comido para mi Pepa que es una magnífica cobradora de perdices.
Lástima que ahí no me acordé de darle al “on” de mi cámara.
El segundo lance es un cobro
memorable de mi chucha Jara a una perdiz que había pinchado mi primo Javier.
Aunque apenas se la ve en el vídeo, la perra marca el peón unos cincuenta
metros antes de que la perdiz se amagara en una mata. Intentó volar pero el
animal iba tocado.
Lo mejor del día, sin embargo, no
fueron las cuatro perdices que logramos abatir, lo mejor fue cazar en silencio y
en armonía, tener la sensación de haber hecho bien las cosas, sentir una complicidad
absoluta entre dos amigos que se reencuentran donde más les gusta: en el monte.
A pesar de los más de cien kilos de mi primo Javier y del insoportable dolor
del metatarso de mis pies, conseguimos, a fuerza de picardía y estrategia,
sacarle a ese cazadero durísimo el fruto maduro de una jornada de caza
inolvidable.
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