Cuando de cachorro paseaba con el amo por la playa del
Sardinero, en Santander, estaba convencido de que toda la felicidad a la que un
perro puede aspirar es la de correr por la arena de la playa, desafiar a las
olas buscando una pelota de colores y sacudirse las lanas al llegar a la orilla
para comenzar a correr otra vez, como si nunca antes nos hubieran lanzado una
pelota. No digo que esto sea mala cosa para un perro, sólo que entonces no
sabía de lo que la vida me guardaba para más adelante, que era tanto o mejor
que eso, como ahora se verá.
Para los perros que aprenden a
nadar en el Cantábrico cualquier otro cauce de agua se les antoja una charca;
más, si como yo, es un perro de aguas el que se moja, pues los de mi raza
hacemos del agua una segunda perrera y no le guardamos más recelo que el que le
tenemos a un chorizo a la sidra o a los restos de unas fabes con almejas. No sé
si me explico. Por eso, cuando destinaron al amo a Madrid, yo me sentí un poco
huérfano de sal y de arena y pensé que la vida desde ese momento iría siempre
un poco a peor. Esto fue así hasta que el amo sustituyó la barca por la
escopeta – afortunadamente el amo no se la podía pasar sin aficiones - y me
llevó con él a cazar; al principio, más por compañía que por otra razón; pero
después, como algo tan necesario como la escopeta y los cartuchos.
Y aunque él era un cazador
sobrevenido y tardío, como no ocultaba ni una cosa ni otra, fue bien recibido
en la cuadrilla. Si hay algo que los cazadores no soportan son los doctores en
ciencia cinegética que nunca se han pinchado con una aliaga De hecho, también a
él le entró la risa viendo cómo los demás se desternillaban al verme salir del
coche.
.- ¿Pero, con eso vas a cazar? –
le dijeron.
.- Pues es el que tengo y si trae
bien las pelotas en el mar ¿por qué no ha de hacerlo con las perdices? Listo es
un rato... – contestó el amo
.- No, si a nosotros mientras no
se adelante y estropee la mano, tú mismo..
Cierto es que al principio yo no
entendía nada. Veía cómo los demás perros se afanaban buscando no sé qué
rastros entre las aulagas y las zarzas, yo no hacía más que mirar al amo, como
pidiéndole una explicación de aquella búsqueda que me resultaba absurda porque
no pensaba que por aquellos espinares hubiera una bola azul con la que jugar.
La cosa se mantuvo así hasta que, de repente, dos de los perros se quedaron
como paralizados; al principio pensé que les había dado un aire de tanto correr
con esa ansiedad con lo que lo hacían y se habían quedado como tiesos y
esculpidos con la pata doblada en el aire: echados a perder Unos metros por
delante de ellos botaron las perdices y yo las vi descolgarse ladera abajo y
luego el tiroteo fenomenal que se lió, y cómo una de ellas, en el aire, se hizo
una pelota y cayó al suelo. Y yo de pelotas sí sabía y aquella – pensé para mí-
se la llevaba yo al amo. Como un loco salí corriendo y llegué el primero –
cierto es que los demás perros eran más rápidos, pero yo estaba más cerca- y se
la llevé al amo. Claro que aquella no era una pelota normal: descubrí que tenía
plumas, que estaba caliente y que su tacto y su olor despertó algo dormido en
mí, como si lo que llevaba entre los dientes hubiera hecho salir de la lámpara
mágica el genio que el perro heredó del lobo. Así es como el amo, que en aquel
lance no pegó un tiro, se colgó su primera perdiz.
.- Pues sí va a ser que el melenas es listo, sí-
dijo entre risas el que la había matado.
Luego de aquella perdiz vinieron
otras, que pronto le cogí el gusto a su fato de gallina. Y se me daba bien
seguirlo, sobre todo cuando iban heridas, hasta localizarlas, que he hecho de
la picardía la nariz que me falta para la caza
El gran fiasco vino el día en que
mi amo, seguramente envalentonado de más, me llevó a un regadío, a codornices.
Allí me puse a brincar, de un lado a otro, primero con júbilo – ignorante de la
penitencia que me aguardaba- hasta que mis movimientos comenzaron a hacerse
lentos al verse mi pelo, mis grandes y blancos tirabuzones que eran la envidia
del Cantábrico, maniatados por un ejército de
trepacaballos, de lárgalos y de azotalenguas. Comprendí que no era más
que un Gulliver sujeto por herbáceos
liliputienses. Luego de aquel manto de arrancamoños, me cubrí con un
echarpe de lapas y cachurros, de cardinchales, cadillos y bardanas; de tal
forma y manera que, como pude, fui a los pies del amo a suplicarle la clemencia
de acabar con aquella misión imposible.
De todo esto saqué en conclusión,
que cada uno ha de estar a lo que le es propio, que lo mío con la caza no es lo
de los pointers; que si bien es cierto que valgo para bucear, para cobrar
alguna perdiz alicorta, para guardar la casa... para las codornices, en
general, soy un cero a la izquierda. Claro que dicen que reconocer las
limitaciones propias es el principio de toda sabiduría y eso me lleva a pensar
que igual el amo tiene razón y es verdad que listo soy un rato.
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