martes, 1 de septiembre de 2015

Olas y cadillos



Cuando de cachorro paseaba con el amo por la playa del Sardinero, en Santander, estaba convencido de que toda la felicidad a la que un perro puede aspirar es la de correr por la arena de la playa, desafiar a las olas buscando una pelota de colores y sacudirse las lanas al llegar a la orilla para comenzar a correr otra vez, como si nunca antes nos hubieran lanzado una pelota. No digo que esto sea mala cosa para un perro, sólo que entonces no sabía de lo que la vida me guardaba para más adelante, que era tanto o mejor que eso, como ahora se verá.



Para los perros que aprenden a nadar en el Cantábrico cualquier otro cauce de agua se les antoja una charca; más, si como yo, es un perro de aguas el que se moja, pues los de mi raza hacemos del agua una segunda perrera y no le guardamos más recelo que el que le tenemos a un chorizo a la sidra o a los restos de unas fabes con almejas. No sé si me explico. Por eso, cuando destinaron al amo a Madrid, yo me sentí un poco huérfano de sal y de arena y pensé que la vida desde ese momento iría siempre un poco a peor. Esto fue así hasta que el amo sustituyó la barca por la escopeta – afortunadamente el amo no se la podía pasar sin aficiones - y me llevó con él a cazar; al principio, más por compañía que por otra razón; pero después, como algo tan necesario como la escopeta y los cartuchos.



Y aunque él era un cazador sobrevenido y tardío, como no ocultaba ni una cosa ni otra, fue bien recibido en la cuadrilla. Si hay algo que los cazadores no soportan son los doctores en ciencia cinegética que nunca se han pinchado con una aliaga De hecho, también a él le entró la risa viendo cómo los demás se desternillaban al verme salir del coche.



.- ¿Pero, con eso vas a cazar? – le dijeron.

.- Pues es el que tengo y si trae bien las pelotas en el mar ¿por qué no ha de hacerlo con las perdices? Listo es un rato... – contestó el amo

.- No, si a nosotros mientras no se adelante y estropee la mano, tú mismo..



Cierto es que al principio yo no entendía nada. Veía cómo los demás perros se afanaban buscando no sé qué rastros entre las aulagas y las zarzas, yo no hacía más que mirar al amo, como pidiéndole una explicación de aquella búsqueda que me resultaba absurda porque no pensaba que por aquellos espinares hubiera una bola azul con la que jugar. La cosa se mantuvo así hasta que, de repente, dos de los perros se quedaron como paralizados; al principio pensé que les había dado un aire de tanto correr con esa ansiedad con lo que lo hacían y se habían quedado como tiesos y esculpidos con la pata doblada en el aire: echados a perder Unos metros por delante de ellos botaron las perdices y yo las vi descolgarse ladera abajo y luego el tiroteo fenomenal que se lió, y cómo una de ellas, en el aire, se hizo una pelota y cayó al suelo. Y yo de pelotas sí sabía y aquella – pensé para mí- se la llevaba yo al amo. Como un loco salí corriendo y llegué el primero – cierto es que los demás perros eran más rápidos, pero yo estaba más cerca- y se la llevé al amo. Claro que aquella no era una pelota normal: descubrí que tenía plumas, que estaba caliente y que su tacto y su olor despertó algo dormido en mí, como si lo que llevaba entre los dientes hubiera hecho salir de la lámpara mágica el genio que el perro heredó del lobo. Así es como el amo, que en aquel lance no pegó un tiro, se colgó su primera perdiz.



.-  Pues sí va a ser que el melenas es listo, sí- dijo entre risas el que la había matado.



Luego de aquella perdiz vinieron otras, que pronto le cogí el gusto a su fato de gallina. Y se me daba bien seguirlo, sobre todo cuando iban heridas, hasta localizarlas, que he hecho de la picardía la nariz que me falta para la caza



El gran fiasco vino el día en que mi amo, seguramente envalentonado de más, me llevó a un regadío, a codornices. Allí me puse a brincar, de un lado a otro, primero con júbilo – ignorante de la penitencia que me aguardaba- hasta que mis movimientos comenzaron a hacerse lentos al verse mi pelo, mis grandes y blancos tirabuzones que eran la envidia del Cantábrico, maniatados por un ejército de  trepacaballos, de lárgalos y de azotalenguas. Comprendí que no era más que un Gulliver sujeto por herbáceos  liliputienses. Luego de aquel manto de arrancamoños, me cubrí con un echarpe de lapas y cachurros, de cardinchales, cadillos y bardanas; de tal forma y manera que, como pude, fui a los pies del amo a suplicarle la clemencia de acabar con aquella misión imposible. 



De todo esto saqué en conclusión, que cada uno ha de estar a lo que le es propio, que lo mío con la caza no es lo de los pointers; que si bien es cierto que valgo para bucear, para cobrar alguna perdiz alicorta, para guardar la casa... para las codornices, en general, soy un cero a la izquierda. Claro que dicen que reconocer las limitaciones propias es el principio de toda sabiduría y eso me lleva a pensar que igual el amo tiene razón y es verdad que listo soy un rato.




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