miércoles, 2 de septiembre de 2015

De caza con Idéfix



Ser perro en una aldea gala no es tarea fácil, al menos en los tiempos que corren, que los romanos han conquistado toda la Galia menos nuestro pueblo y están como locos por flamear su SPQR en la tienda de Abraracúrcix, que es el jefe de la aldea. Aunque supongo que de todos es conocida, mi historia es la de un perro en una aldea gala en el año 50 a.c.; mi dueño, Obelix, es un repartidor de menhires que de pequeño se cayó en la marmita donde Panorámix, el venerable druida, preparaba la celebérrima pócima que concede a los de mi aldea una fuerza sobrenatural; y claro, lleva los menhires como si fueran cacahuetes y para cazar los jabalíes que tanto le gustan, no necesita más perros de agarre que sus propias manos, que los pobres ni chistan cuando les echa mano a la garganta.

 Lo cierto es que Uderzo, nuestro dibujante, se equivocó de punta a cabo al dibujarme; que viéndome en los cuentos cualquiera diría que soy un chucho, enano y blanco, sin más gracia que la de aullar de pena cuando cortan un árbol. Nada más lejos de la realidad pues yo soy un Petit Basset Griffon Vendeen – bueno, este nombre me lo dieron muchos siglos después-, blanco y pardo, con toda mi áspera pelambre siempre lista para el malquerer las zarzas y con una desmedida pasión por la caza que no me abandona ni cuando duermo. Los que saben de mi raza, que en España no son muchos, conocen la excelencia de mi nariz a la hora de localizar los conejos en el monte -cuanto más espeso mejor- para latirlos escandalosamente cuando salen del encame y esperar su muerte a manos de los cazadores. Por eso, lo que más me gusta en el mundo es cazar con Astérix, el gran amigo de mi amo, que es pequeño y se maneja en la espesura del monte con la misma soltura que lo hago yo.  Cuando se va a cazar se lleva siempre una bota llena del brebaje de Panorámix, eso le sirve más que de sobra como arma pues al sentir mi latido de caza, se echa al coleto un trago del elixir y espera a que el conejo rompa el monte para atraparlo a la carrera, talmente como dicen que lo hacen unos perros de la península ibérica a los que creo que llaman podencos y que por lo que cuentan, son agilísimos y muy vivos y cazan sin necesidad de que el hombre remate faena alguna. Claro que dudo que ellos consigan lo que a Astérix le resulta tan fácil, agarrar al conejo y que ni al chillido de agonía les da tiempo. Para eso hay que tener mucha maña. Sólo alguna vez se le ha ido alguno y eso era porque tenían el vivar cerca y se embocaban y Astérix dice que no es ley escarbar las huras, que son las aldeas de los conejos, y como el dice, a las aldeas no hay que asediarlas que te vuelves como los romanos y eso jamás de los jamases.

Sin embargo Obélix, mi amo, de bien pequeño me dejó claro que a él los conejos no le valen para llenar una muela y que lo que realmente le gustan son los jabalíes, pues le basta con uno de ellos para una buena merienda. Por eso, a los conejos no les hace aprecio y pronto me hizo comprender que el rastro que debía buscar cuando iba con él de caza, es el rastro de los cochinos, que es muy distinto al tufo lagomorfo pero al que también se le termina cogiendo el gusto aunque sólo sea por escuchar el estruendo que lían cuando rompen la leña del monte en su huída. Es de ver lo que puede correr el gordo de mi amo hasta que les da alcance, que abre en el monte unas trochas que ni las de un oso en celo. Luego, cuando les da caza, los agarra del gañote como si fueran gorriones, y los pobres mueren sin decir ni pío. Yo esos días me pongo muy contento, porque sé que de postre tengo un fémur de jabalí, que es mi hueso favorito y me da para un rato largo.

La caza es mi forma natural de estar vivo, por eso, cuando a los romanos les da por asediarnos más de la cuenta yo me aburro un poco, y acompaño a mi amo a cazar legionarios, y con ellos emplea la misma técnica que con los guarros, sólo que aquellos no corren tanto como éstos y chillan mucho más, aún antes de que Astérix o mi amo les pongan una mano encima. Sé que la mayoría no me creerá si digo que de tanto cazar romanos los venteo de largo, porque me da su tufo muy lejos ya que tienen la mala costumbre de no quitarse el casco ni la coraza ni para dormir y eso les da un olor a acre, como a podredumbre, que se disimula mal en el campo y les hace presa fácil a mis vientos. No me explico cómo han podido conquistar un imperio tan grande con esas costumbres. Luego, cuando volvemos a casa con una buena percha de romanos, Obélix me lleva sobre una de sus corazas que se pone encima de la cabeza y yo entro a la aldea como si fuera Abraracúrcix, el Jefe,  cosa que al vecindario le hace mucha gracia y de la que luego siempre, en el gaudeamus, saco alguna  propina.

Así paso la vida y no me puedo quejar de ella, que nunca me atan ni me pegan, siempre tengo un buen hueso que echarme a la boca y estoy todo el día por el campo, que es lo que más nos gusta a todos los perros y más a los de mi raza. Lo único que me fastidia un poco es haber pasado a la historia como una birria de chucho sin sangre, un perro faldero y medio inútil, cuando los Petit Basset la tenemos más que de sobra para meternos en el monte, que lo mismo no da conejos que cochinos y hasta nos picamos con el rastro de los romanos, si a ellos nos acostumbran desde cachorros.




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