Ser perro en una aldea gala no es
tarea fácil, al menos en los tiempos que corren, que los romanos han
conquistado toda la Galia menos nuestro pueblo y están como locos por flamear
su SPQR en la tienda de Abraracúrcix, que es el jefe de la aldea. Aunque
supongo que de todos es conocida, mi historia es la de un perro en una aldea
gala en el año 50 a.c.; mi dueño, Obelix, es un repartidor de menhires que de
pequeño se cayó en la marmita donde Panorámix, el venerable druida, preparaba
la celebérrima pócima que concede a los de mi aldea una fuerza sobrenatural; y
claro, lleva los menhires como si fueran cacahuetes y para cazar los jabalíes
que tanto le gustan, no necesita más perros de agarre que sus propias manos,
que los pobres ni chistan cuando les echa mano a la garganta.
Lo cierto es que Uderzo, nuestro
dibujante, se equivocó de punta a cabo al dibujarme; que viéndome en los
cuentos cualquiera diría que soy un chucho, enano y blanco, sin más gracia que
la de aullar de pena cuando cortan un árbol. Nada más lejos de la realidad pues
yo soy un Petit Basset Griffon Vendeen – bueno, este nombre me lo dieron muchos
siglos después-, blanco y pardo, con toda mi áspera pelambre siempre lista para
el malquerer las zarzas y con una desmedida pasión por la caza que no me
abandona ni cuando duermo. Los que saben de mi raza, que en España no son
muchos, conocen la excelencia de mi nariz a la hora de localizar los conejos en
el monte -cuanto más espeso mejor- para latirlos escandalosamente cuando salen del
encame y esperar su muerte a manos de los cazadores. Por eso, lo que más me
gusta en el mundo es cazar con Astérix, el gran amigo de mi amo, que es pequeño
y se maneja en la espesura del monte con la misma soltura que lo hago yo. Cuando se va a cazar se lleva siempre una
bota llena del brebaje de Panorámix, eso le sirve más que de sobra como arma
pues al sentir mi latido de caza, se echa al coleto un trago del elixir y
espera a que el conejo rompa el monte para atraparlo a la carrera, talmente
como dicen que lo hacen unos perros de la península ibérica a los que creo que
llaman podencos y que por lo que cuentan, son agilísimos y muy vivos y cazan
sin necesidad de que el hombre remate faena alguna. Claro que dudo que ellos
consigan lo que a Astérix le resulta tan fácil, agarrar al conejo y que ni al
chillido de agonía les da tiempo. Para eso hay que tener mucha maña. Sólo
alguna vez se le ha ido alguno y eso era porque tenían el vivar cerca y se
embocaban y Astérix dice que no es ley escarbar las huras, que son las aldeas
de los conejos, y como el dice, a las aldeas no hay que asediarlas que te
vuelves como los romanos y eso jamás de los jamases.
Sin embargo Obélix, mi amo, de
bien pequeño me dejó claro que a él los conejos no le valen para llenar una
muela y que lo que realmente le gustan son los jabalíes, pues le basta con uno
de ellos para una buena merienda. Por eso, a los conejos no les hace aprecio y
pronto me hizo comprender que el rastro que debía buscar cuando iba con él de
caza, es el rastro de los cochinos, que es muy distinto al tufo lagomorfo pero
al que también se le termina cogiendo el gusto aunque sólo sea por escuchar el
estruendo que lían cuando rompen la leña del monte en su huída. Es de ver lo
que puede correr el gordo de mi amo hasta que les da alcance, que abre en el
monte unas trochas que ni las de un oso en celo. Luego, cuando les da caza, los
agarra del gañote como si fueran gorriones, y los pobres mueren sin decir ni
pío. Yo esos días me pongo muy contento, porque sé que de postre tengo un fémur
de jabalí, que es mi hueso favorito y me da para un rato largo.
La caza es mi forma natural de
estar vivo, por eso, cuando a los romanos les da por asediarnos más de la
cuenta yo me aburro un poco, y acompaño a mi amo a cazar legionarios, y con
ellos emplea la misma técnica que con los guarros, sólo que aquellos no corren
tanto como éstos y chillan mucho más, aún antes de que Astérix o mi amo les
pongan una mano encima. Sé que la mayoría no me creerá si digo que de tanto
cazar romanos los venteo de largo, porque me da su tufo muy lejos ya que tienen
la mala costumbre de no quitarse el casco ni la coraza ni para dormir y eso les
da un olor a acre, como a podredumbre, que se disimula mal en el campo y les
hace presa fácil a mis vientos. No me explico cómo han podido conquistar un
imperio tan grande con esas costumbres. Luego, cuando volvemos a casa con una
buena percha de romanos, Obélix me lleva sobre una de sus corazas que se pone
encima de la cabeza y yo entro a la aldea como si fuera Abraracúrcix, el
Jefe, cosa que al vecindario le hace
mucha gracia y de la que luego siempre, en el gaudeamus, saco alguna propina.
Así paso la vida y no me puedo
quejar de ella, que nunca me atan ni me pegan, siempre tengo un buen hueso que
echarme a la boca y estoy todo el día por el campo, que es lo que más nos gusta
a todos los perros y más a los de mi raza. Lo único que me fastidia un poco es
haber pasado a la historia como una birria de chucho sin sangre, un perro
faldero y medio inútil, cuando los Petit Basset la tenemos más que de sobra para
meternos en el monte, que lo mismo no da conejos que cochinos y hasta nos
picamos con el rastro de los romanos, si a ellos nos acostumbran desde
cachorros.
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