El miércoles pasado nos dejó nuestra Betty.
Se fue quedando dormida mientras le acariciaba la cabeza con mis dos manos, muy
suave, justo por detrás de las orejas, que es donde más le gustaba. El Dolethal hizo el resto.
Fueron quince los años que compartió
con nosotros. Con su marcha, se cierra otra etapa en nuestra vida. Nos guste o
no, es la muerte - y la ausencia que trae de su mano- la que jalona finalmente nuestro camino.
Betty llegó a casa un gélido día de
enero con apenas un año de edad. Fuimos a buscarla a tierras sorianas cuando nuestra
hija Ana estaba a punto de nacer. Betty era una perra alegre, muy viva,
obediente y noble, cariñosa hasta la extenuación (como todos los bretones), un
ejemplo constante de nobleza y dulzura. Una serie casi consecutiva de lesiones
en sus patas la mantuvieron alejada del monte muchas temporadas. Con poco más
de siete años tuvo que dejar de cazar. Con la resignación sin rencor de los
perros, dio por bueno que yo me fuera de caza con otras perras, mientras ella
se quedaba en casa, calentando la alfombra.
Vieja, seguro que en los aulagares de
la otra orilla ya no te dolerán las patas y podrás correr como cuando eras una
cachorra. Ya me contarás si es cierto eso que dicen, que en los veranos del
otro lado las regueras llevan agua y no hay herbicidas ni semillas blindadas
que siembren de muerte el campo y los rastrojos mantienen la paja y se cosecha
a su tiempo y todavía se pueden hacer perchas celestiales de codornices.
Betty, ahora que ya estás ahí con
Vilma y con Candela, quedamos los cuatro cualquier amanecer de estos, como
hacíamos hace años, para dar una mano a los rastrojos a primera hora y a los
carrizos y herbazales en cuanto el sol comience a calentar. Sin prisas y en
soledad, como es ley cazar las codornices, como a los cuatro nos gustaba
hacerlo.
Hasta siempre, vieja
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