No importa los años que llevemos
en esto, cualquier cazador duerme poco o nada el primer día de la temporada de
caza. A mí me ocurre especialmente el
primer día de caza de la codorniz. Poco
importa que hoy en día apenas queden codornices en nuestros campos, que las
perchas hayan pasado del exceso al defecto; que todo le sea contrario a esta
pequeña gallinácea que es capaz de hacer miles de kilómetros con la terquedad
de quien cumple un mandato atávico. El primer día de la temporada no duermo.
Todo el sueño y el cansancio de
una noche en blanco se olvida cuando echamos andar con los perros por delante y
respiramos ese olor a paja húmeda de los rastrojos al amanecer. No hay olor que
me haga más feliz, porque no hay un olor que me lleve tan claramente a la
infancia, ese territorio que debiera ser sagrado e inexpugnable.
Este año me acompañaban Pepa y
Jara y Tiza, una cachorrona de poco más de un año que nunca antes había olido
una codorniz, ni siquiera de granja. Como era de esperar, Tiza estuvo un poco a
por uvas, sin saber muy bien a qué estábamos allí. Si no hubiera sido por ellas, el desastre
hubiera sido completo, pero Jara y, sobre todo, Pepa, son perras que ya llevan
unas cuantas codornices en su curriculum y saben sacarlas de los sitios más
complicados. Como podéis ver en el vídeo,
el cazadero – en Guadalajara- era
extremadamente fácil y las pocas regueras que lo atraviesan, apenas tenían
complejidad. Espero que lo que queda de Media Veda me tenga reservado algún
lance más que estos que os ofrezco. Tengo mis dudas, porque es una triste
realidad que apenas quedan codornices.
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