A mi amiga Cristina Garcés, que supo querer a su perro hasta el final.
En las ocasiones trágicas, los pensamientos se vuelven
impredecibles. Por ejemplo, la mente del que asiste a un entierro puede repetir
de manera machacona una canción infantil mientras la tierra golpea contra un
ataúd. De ahí que no me sorprendiera cuando, mientras el veterinario le pelaba la
pata para buscarle una vía, lo que viniera a mi cabeza fuera el título de la
obra de Julio Cortázar, “El último round”. Eso y no otra cosa era lo que
en aquel momento estaba en juego.
A Durk
le había llegado la hora del último asalto, de perder la pelea por puntos, como
la pierden todos los que se mueren de viejos, perros o no, a quienes la muerte,
vieja puta, nos les enganchó en su juventud un buen gancho con el que dejarlos
sobre la lona más allá de los diez segundos contados por el árbitro invisible
del tiempo.
El veterinario no llevaba bata blanca – se ve que la muerte no pide asepsias - y actuaba como guiado por un protocolo personal y secreto que siguiera en silencio para permanecer ajeno al significado trágico de sus actos. Cada gesto, cada palabra, estaba medido para no herir más de la cuenta, como si se tratara de una liturgia de consuelo: primero se quedará dormido, el Dolethal es un anestésico brutal y en esta dosis le dejará instantáneamente K.O. al tiempo que parará sus pulmones; después, ya inconsciente, una nueva dosis detendrá definitivamente su corazón.
El ronroneo del motor eléctrico
de la maquinilla de pelar le sirvió al dueño de Durk como alfombra mágica,
sobre él retrocedió catorce años, para ver a su perro jugando con la vitalidad
desbordada con la que los cachorros
hacen, sin saberlo, envejecer a la muerte, tan lejana y ajena a su universo de
juegos y de leche. Durk era un Springer Spaniel nervioso, como todos los de su
raza, que a los pocos meses buscaba con mucha afición la pellica y la traía a
la mano de manera natural, anticipando el gran cobrador que después sería. En su primer día de caza tuvo la suerte de
tropezarse con un conejo y fue como si le activaran un mecanismo oculto, una
especie de gatillo atávico que disparara el instinto predatorio que el perro
heredó del lobo. A partir de entonces ya nunca podría dejar de cazar: es sabido
que la afición, en los perros, es algo
en todo caso irreversible.
Con precisión, la aguja encontró el interior de
la vena. En la jeringuilla, un líquido de color rosa esperaba la presión del
pulgar en un movimiento idéntico al necesario para introducir los cartuchos
primero en la canana y luego en la escopeta. A Durk le comía la impaciencia
cada vez que sacaba la escopeta del armero. Aquellas noches se las pasaba en un
ir y venir de la cocina a la habitación, le debía pasar lo que a mí, que las
perdices se nos metían en el sueño para picarnos en los pies como gallinazas
hambrientas, para luego salir volando a sabiendas de que la escopeta, en
realidad, era una cuerda o un trozo de barro que se deshacía inútilmente entre
mis manos. Las pesadillas de los
cazadores son insoportablemente recurrentes y nunca acaban bien.
Lentamente, el líquido rosáceo
fue buscando su destino, como cuando Durk buscaba el suyo de cazador
obstinándose en un aulagar a sabiendas de que en él un conejo se hacía fuerte a
golpe de espinas. Los Springer baten rápido, normalmente cerca del amo, pero la
mayoría no hacen muestra, así que cuando el movimiento de su rabo colín se
volvía frenético había que andar listo y terciar la escopeta porque ya no había
más avisos y la espantada podía ocurrir en cualquier momento.
Lentamente, el anestésico fue
mezclándose con la sangre del animal. El veterinario hizo un gesto a su
ayudante que sujetaba al perro abrazándolo suavemente. Sin tránsito, sin dolor,
como si hubiera sido repentinamente hipnotizado, el animal se dejó caer
blandamente sobre los brazos. Quedó tendido sobre la camilla, la boca media
abierta, en un plácido abandono parecido al de un amante satisfecho y entregado
al sueño.
Uno siempre espera de la muerte
una escenografía más traumática, un atrezo de espanto inevitable; sin embargo,
y para su desconsuelo, el Dolethal es un capote contra el que el dolor de la
muerte embiste inútilmente, porque Durk se quedó dormido, como cuando en las
mañanas de agosto volvía con las patas aspeadas de galopar rastrojos y se
tumbaba en la frescura de una sombra, para que yo le acariciara suavemente por
detrás de las orejas, que es donde más le gusta a los perros. Así lo hice
también en aquella ocasión, a sabiendas de que esta vez no iba a levantarse de
la lona ni agarrándose a las cuerdas, con la certeza de que el combate había
llegado a su fin y había ganado la de siempre. Por eso me di la vuelta y no me
quedé a escuchar cómo sonaba el último gong.
No hay comentarios:
Publicar un comentario